CORONA310820201

Hablando de libros con Sergio Cordero
Eligio Coronado

Monterrey.- 1. —¿Cuántos libros has publicado y cuáles son los más recientes?
—Los más recientes son «De hallazgos e invenciones» (Ediciones La Terquedad, 2019), una selección de artículos sobre historia y literatura que me publicara en la Gazeta del Saltillo mi viejo amigo Jesús de León, y «¿Sabemos leer poesía?» (Cuadernos de la Revista literaria Efímera, 2020), libro que surge de una conferencia que me organizó Fernando Galaviz en abril de 2015 y que compila también ensayos aparecidos originalmente en periódicos y revistas de diversas épocas, los cuales analizan con escrupuloso detalle versos y poemas de autores conocidos.

     ¿Cuántos libros he publicado? Descontando algunas reediciones, son veinte títulos hasta la fecha. Si tomamos en cuenta que el primero salió en 1981 y el último este año, a lo largo de cuatro décadas he publicado, en promedio, un libro cada dos años.

2. — ¿De qué tratan tus libros?
—Depende. Como he explorado todos los géneros (poesía, narrativa, ensayo, teatro, guion de cine y aforismos, para no hablar de las traducciones), podría presumir de haber tratado todos los temas. No es cierto, claro.

     Abundar al respecto de los temas me pone en riesgo de hacer spoilers (como dicen los jóvenes) de mis propias obras. Lo importante, pienso yo, está en la luz que arrojo sobre los asuntos: directa, frontal, despiadada. Un poeta me acusó de ser un corrector obsesivo, un fanático de la claridad. Si la claridad fuera una religión abundante en fanáticos, nuestra poesía tendría la salud y la fuerza de un atleta y no sería esa borrosa figura escuálida en que se ha convertido, intoxicada por el exceso de becas y atrofiada por los numerosos premios —gracias, sobre todo, al difunto CONACULTA y otras instituciones afines.

3. —¿Cómo surge la idea de escribirlos?
—“Los poemas no se hacen con ideas, sino con palabras”, le dijo el poeta Mallarmé al pintor Degas. Lo mismo pasa con los libros enteros. Si lo que me preguntas tiene que ver con la motivación —y no la idea— que me llevó a escribirlos, hablaríamos de algo muy diferente: los estados de ánimo (amor, odio, tristeza, alegría) y los estímulos externos (imagen, sonido, olor, sabor, textura) que los invocaron. En «Vivir al margen» (1987), por ejemplo, predominaron la nostalgia y la desolación motivadas por el desarraigo (desde 1982 soy un tapatío en el exilio); en «Oscura lucidez» (1996), la extrañeza ante las paradójicas relaciones entre el poeta y el poder y, en «Hermano Abel» (2000), la ira ante el autoritarismo familiar.

     Tú dirás que éstas también son ideas, pero a posteriori, porque las deduzco una vez publicados los libros y vistos a la distancia de los años. Y no dudo que otras personas hayan derivado ideas muy diferentes de la lectura de esas mismas obras. Si yo me hubiera propuesto tales ideas como proyectos de libro, el resultado hubiera sido muy pobre y hubiese fracasado rotundamente. Cuando fui dictaminador de los proyectos de beca del Centro de Escritores de Nuevo León, leí muchas solicitudes que planteaban unas ideas maravillosas para escribir libros que, a la hora que el becario las llevaba a cabo, producían obras en su mayoría decepcionantes. Como bien lo anunció el poeta latino Horacio: “Parirán los montes y nacerá un ridículo ratón.”

4. —¿Cuáles eran tus objetivos al publicarlos?
—Que fuesen leídos.

5. —¿Se cumplieron los objetivos?
—Si debo juzgarlo a la luz de la reacción positiva de la crítica especializada y de la hostilidad que me mostraron ciertos colegas, yo diría que sí. Uno de ellos, excompañero del taller de literatura, después de que me publicaron en el Fondo de Cultura Económica, juró que haría todo lo que estuviera de su parte para borrar mi presencia del panorama de la poesía mexicana. ¿Quién hablaba de quemar a Kafka?

6. —¿Cómo escogiste los títulos?
—A decir verdad, primero escribo el libro y luego pienso en el título y, una vez que le pongo el título, empiezo a buscar editor. Mientras escribo, no pienso en esas cosas porque temo que me pase lo que a otros colegas (Rulfo es uno de ellos, el otro Truman Capote): se la pasaban anunciando por años obras de las que sólo tenían el título y, a la hora de la hora, las dejaban inconclusas o las destruían (si acaso empezaron a escribirlas). En Guadalajara, supe de un hombre que, durante diez años, contó en las tertulias literarias de todos los cafés el argumento de una novela sobre Job de la que nunca le mostró a nadie ni un pedazo de confeti manchado de tinta.

     Volviendo a los títulos, siempre tengo la confianza de que, una vez terminado el libro, el título llegue solo. Y así ha ocurrido.

7. —¿Qué fue lo más importante de publicarlos?
—Lo más importante fue publicarlos.

8. —¿Qué sentiste al tenerlos en tus manos por primera vez?
—Después de escribir y reescribir una y otra vez, de defenderlos ante los editores, de revisarlos obsesivamente en la imprenta, de cortar los pliegos y engrapar los ejemplares (me pasó con mi primer plaquette) y de cargar (en camión o en metro) los enormes paquetes de los ejemplares desde la sede de la editorial hasta mi casa, sentí, al tenerlos en mis manos, que cada uno pesaba una tonelada. ¡Y todavía faltaba presentarlos!

9. —¿Cómo los promocionaste?
—Tienes que considerar que los mecanismos de promoción han cambiado mucho desde la época en que tú y yo empezamos a publicar hasta la fecha. Cuando éramos jóvenes, no había computadoras ni internet ni redes sociales. Teníamos que recurrir a la prensa, a la radio y la televisión (si había suerte), al volanteo, a
correr la voz. Lo bueno es que había diversidad de foros, promovidos por dependencias de gobierno, por las universidades y hasta por algunas empresas privadas. También había grupos independientes de las diversas disciplinas artísticas que se apoyaban mutuamente. Dadas estas circunstancias, era muy fácil promoverse entonces. Esto terminó cuando llegaron el CONACULTA y sus equivalentes estatales y centralizaron los recursos y los poderes de decisión. Todo se volvió más complicado y burocrático.

     Las redes sociales, al parecer, promueven un regreso a la diversidad de expresiones y a las facilidades de promoción. Quisiera, por el bien de la literatura, que fuese así, pero tengo mis dudas. Tal vez haya muchos “likes”, pero también demasiados “bots”. Cuando el navegador de mi computadora me pregunta si soy un robot, me quedo pensando: “qué tierno”.

10. —¿Qué repercusión tuvieron?
—La usual: celebraciones etílicas con los amigos, notas en la prensa local, una que otra reseña, muchos ejemplares obsequiados y ni un solo ejemplar vendido. La única excepción, por razones obvias, fue «Vivir al margen», publicado por el Fondo, con un tiraje de cinco mil ejemplares, distribuido a lo largo de todo el país, reseñado elogiosamente en la prensa de la CDMX y el único de mis poemarios que me dio regalías. Si la memoria no me falla, el tiraje se agotó en 1992. En octubre de 2002, me invitaron a un coctel en el museo MARCO. El motivo fue la edición de «¿Qué es la poesía?», libro del doctor Agustín Basave Fernández del Valle, por el FCE. Allí me encontré con un funcionario de la editorial, viejo conocido mío, quien me informó que mi libro había sido descatalogado: “De seguro comprendes —me dijo— que no se pueden reeditar todos los títulos de la colección.”

11. —¿Anécdotas, experiencias, satisfacciones vividas con tus libros?
—Como ya he salpicado esta entrevista con algunas anécdotas, sólo contaré una más. Presenté «Testimonios del día» (Cuarto Menguante editores, 1983), mi primer libro de poemas, en el Exconvento del Carmen de Guadalajara. Yo vivía en la Ciudad de México y, en lugar de irme en autobús una noche antes, como acostumbraba hacerlo, tuve la ocurrencia de irme en avión ese mismo día. El vuelo iba a salir temprano, pero el avión presentó una avería y las reparaciones retrasaron la salida más de tres horas. Finalmente despegamos. Llegué al Exconvento apenas a tiempo. Dos días después, mi hermano mayor y su novia se casaron. El día de la boda, en lugar de obsequiarles una licuadora, una plancha o un juego de cubiertos (lo de rigor en estos casos), les entregué como regalo mi libro de poemas.

12. —A la distancia, ¿cómo los juzgas?
—Creo que mis libros me han dado tantas satisfacciones como problemas. De niña, mi hija los llamaba “mis hermanitos de papel” y, comparada con ellos, se portaba bastante bien. No ha faltado quien me diga que no merezco ni el talento que tengo ni los libros que he publicado y que debería ser castigado por ello (¿más?). Al respecto, estoy de acuerdo con el poeta Francisco Cervantes quien, después de dictaminar desfavorablemente para el FCE el poemario de uno de mis excompañeros del taller, sentenció: “Cada quien tiene la poesía que se merece.”

13. —¿Cómo recomendarías tus libros?
—Una vez, hablando de ese tema con un novelista calvo y barbón, le dije que, si uno tiene que recomendar sus propios libros, está frito; si, para que la obra circule, tiene que cuidar sus relaciones públicas como si caminara sobre hielo quebradizo, qué lástima. “Te deben defender tus libros, no tú a ellos”, concluí. ¿Cómo lograr que tus libros te defiendan? Escribiéndolos bien, lo mejor que se pueda. Y después, hay que echarlos al mundo de una patada y que se defiendan solos, carajo. Uno tiene bastante qué hacer con el siguiente libro.

14. —¿Qué aconsejarías a los autores que quieren publicar un libro y no saben cómo?
—Que primero aprendan a escribir, porque (qué curioso) muchos se ponen a escribir un libro cuando todavía no saben cómo y tampoco les importa saberlo. “Nadie puede escribir un libro. Para / Que un libro sea verdaderamente…” (Borges).

     ¿Publicar? Pero si ahora es tan fácil. Haces una página web, creas tu facebook y los rellenas con todo lo que tienes por ahí garrapateado en cuadernos. Sé de sitios en la red congestionados de novelas que nadie va a leer a riesgo de quedarse ciego frente a la pantalla de plasma. Nada de plaquetitas en mimeógrafo, libros hechos en imprentas de invitaciones o en los talleres donde se maquila la papelería oficial. Eso pasaba en otra época. Además, desde que tienen fácil acceso al video, a los muchachos ya no les interesa escribir —escribir bien, insisto. ¿La poesía? Hace mucho que dejó de ser un oficio, de aspirar a ser un arte. En el 99% de los casos, no es más que un pasatiempo narcisista, un onanismo por escrito. ¿Alguien lee toda esa palabrería? Nadie. Ni sus autores, creo.

     Y si lo que preguntan es cómo acceder a las editoriales importantes, esas donde publicaron Paz, Fuentes y García Márquez, me apena informarles que esas editoriales murieron con ellos. Tales empresas se fraguaron un sólido prestigio durante el siglo pasado pero, en las últimas dos décadas, se mantuvieron a base de subsidios y coediciones. Todo indica que no sobrevivirán a la penuria económica que acompaña a la pandemia del Covid-19. Sin embargo, a nadie parece preocuparle este crimen de lesa cultura. En el centenario de Ray Bradbury, nos amenaza una distopía similar a la de «Farenheit 451».

15. —¿Tienes otros libros en el tintero?
—Libros por terminar sí tengo. Lo que a veces me falta es tinta.