Monterrey.- Quien tiene el poder lo ejerce en espiral. Si a las fuerzas armadas de México se les da mayores atribuciones que las que tradicionalmente desempeñaron hasta convertirlas en sustituto de las policías federal, estatales y municipales, también se les ha debido asignar, y se les asignará, mayor presupuesto y tendrán, por su carácter de órgano transversal, una creciente injerencia en las políticas públicas de los tres órdenes de gobierno.
Es facultad del Presidente de la República, para preservar la seguridad nacional, emplear en su totalidad las fuerzas armadas para hacer efectiva tanto la seguridad exterior como interior, según la Constitución. En su texto no se hace referencia a la “seguridad pública” como una de las funciones de tales fuerzas, lo cual se deja a la interpretación judicial. La no puntualización respecto a su empleo deja un boquete en la ley por el que la arbitrariedad presidencial ha encontrado una ancha vía.
¿Seguridad interna de la nación implica necesariamente seguridad pública, que tiene para su salvaguarda autoridades de carácter civil? Es decir, los militares pueden realizar funciones civiles, pero los civiles no pueden realizar funciones militares. La ambigüedad conduce a la confusión y de tal confusión nunca han salido beneficiados los derechos humanos. Se entiende que en circunstancias extraordinarias, las policías de los tres niveles de gobierno puedan ser desbordadas por ciertos acontecimientos, y que ello dé lugar al empleo de las fuerzas armadas para restablecer el orden jurídico y social quebrantado; pero esto sólo puede ser posible mediante la declaración del estado de excepción que implica, por fuerza, un tiempo determinado –y breve en razón de su naturaleza.
La función policial del Ejército contraría, por lo demás, lo establecido en el artículo 129 de la propia Constitución, que no deja lugar a dudas: “en tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar.” Sin embargo, y esto es lo grave, también el espíritu y la letra de este precepto constitucional ha sido relativizado –más bien, manipulado– por el órgano judicial.
En su decreto del pasado 11 de mayo sobre el tema, el Presidente ordena a la fuerza armada permanente “llevar a cabo tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria”. De manera extraordinaria, ciertamente, aunque prolongada hasta 2024 para dar lugar a que en este lapso pueda concluir su estructura la Guardia Nacional. Regulada, cuando en la práctica el Ejército ha dado reiteradas muestras de autonomía coincidentes con el atropello a los derechos humanos. Fiscalizada, subordinada y complementaria. En lo inmediato, la fiscalizaría la Secretaría de Seguridad y Protección Civil, pero en este sentido y en su dependencia real la influencia de la Secretaría de la Defensa Nacional será de gran peso. Y complementaria, apenas por lo que la guardia civil pudiera hacer y pedir dentro de los estrechos límites de su actuación proforma. Todo ello bajo el mando superior del Presidente, desde luego, pero sólo con el título de “Comandante supremo de las fuerzas armadas” que le confiere, no la Constitución –como en varias ocasiones se ha pretendido, incluso por iniciativa de ley–, sino una ley secundaria: la Ley Orgánica del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos.
Los métodos democráticos no avanzan cuando en ciertos procesos, asumidos para ser gestionados por las autoridades civiles, las fuerzas armadas son las que deciden. Obligado por inercias de una realidad marcada por el crimen y el autoritarismo, el decreto presidencial sobre el auxilio de esas fuerzas a una guardia civil integrada con miembros de ellas mismas, le resta posibilidades a esos métodos y fortalece a la derecha calderonista. En términos más amplios retonifica a un modelo de gobierno basado menos en las leyes que en las órdenes.
Es ese modelo al que aspiran los políticos formados en el autoritarismo: por encima de la moral y la ley, mi voluntad (en sus versiones semifolklóricas: “mis huevos” o “mis aguacates”). Un ejemplo es el de Jaime Rodríguez Calderón, gobernador de Nuevo León, quien se jacta de formar generaciones de jóvenes disciplinados en el bachillerato militar creado por él. Como si enfrentar la vida con una disciplina atravesada por la idea de las armas y las acciones derivadas de una orden fuera un timbre de orgullo y no un dislate primitivo y reaccionario. Recordemos la divisa del Yunque: “el que obedece no se equivoca”. Obedecer una orden, sobre todo si es recibida y ejecutada por sistema, elimina la posibilidad de pensar por sí mismo sobre aquello que se hace: la responsabilidad moral –diría Hanna Arendt– se torna un acto banal.
Viejas herencias. Un gobierno que resulta de un movimiento armado no responde, sin importar su ideología, sino a su matriz militar. La revolución se hizo con huevos, dirá Artemio Cruz, el personaje de Carlos Fuentes que nos deja leer lo que vivió y lo que piensa mientras agoniza. Y también con sus concomitancias: machismo, abusos, fobias e impunidad. Antivalores contra los que las mujeres y los hombres más conscientes siguen luchando en nuestros días.