La primera participación política que se conoce de López Obrador fue en el primer semestre de 1976, apoyando la campaña para senador por el PRI del poeta Carlos Pellicer. El presidente era entonces Luis Echeverría. Hacia fines de su sexenio había polarizado a la sociedad mexicana. Eran los tiempos más sucios de la llamada Guerra Sucia.
López Obrador se mantuvo en el PRI por poco más de 12 años. Salió en el segundo semestre de 1988, para ser candidato a gobernador en Tabasco por el PRD. Aunque no acompañó a Cuauhtémoc Cárdenas y a los priistas que formaron la Corriente Democrática, criticando, entre otras cosas, las políticas neoliberales de De la Madrid, sí ha señalado a 1982 como un punto de inflexión. Es el inicio del proyecto neoliberal. No ha criticado, hasta donde sé, nada de los gobiernos anteriores (Echeverría y López Portillo).
De forma más o menos tácita ha considerado que esos gobiernos fueron positivos para el país.
Daniel Cosío Villegas, quizá el primer crítico serio de un presidente en funciones, se preguntó si realmente había algo novedoso en el gobierno del presidente Echeverría, algún aporte real a la vida democrática de país. Como respuesta recupera dos palabras que, a su juicio, describen sin enjuiciar: verbal y visual.
Verbal, porque “el Presidente habla de continuo, sobre todos los temas y ante cualquier género de auditorio”. Visual porque viaja mucho, con grupos amplios de colaboradores, con importantes repercusiones en la televisión que le dan visibilidad.
Las dos palabras pueden aplicarse a nuestro presidente actual. Un ejemplo reciente: se le vio incómodo en la Casa Blanca este 12 de julio, pero muy a sus anchas en el mitin ante el monumento a Martin Luther King, señalando la importancia de tener el sueño de una transformación.
Puede sonar bien, en ciertos contextos. No, ciertamente, en un presidente que lleva casi cuatro años gobernando y que debería tener, más que sueños, resultados.