ya no llovió en todo el mes .
El filósofo de Güémez
Monterrey.- El tema sobre las condiciones climáticas es algo en lo que la gente, por lo general, siempre está de acuerdo, tanto en su estado actual, como en lo poco creíble de los pronósticos de plazo mayores a una semana, y con mayor razón si hablamos de meses o años.
En mi pueblo, para saber del tiempo, era común acudir a los conocedores del “mes lunar”, quienes se basaban en las posiciones de la luna en los cuartos creciente o en el menguante. Toda la temporada de seca era un clamor por la lluvia, las mujeres rezaban en la iglesia San José y en algunos lugares del campo cercanos, como la rotonda rumbo al panteón, presas y compuertas; los hombres adultos observaban el horizonte: por las tardes al poniente para ver si salía la “cristobaleña”, y en la noche al sureste, para columbrar algún relámpago.
Una de las grandes penalidades de General Treviño, desde su origen, las ha venido causando lo extremoso del clima durante el verano. Apenas es creíble cómo se las ingeniaban los pobladores de la región para enfrentar estas olas de calor.
No había electricidad y casi siempre decían en esta época: “se aplanó la seca”, porque según las reglas de los viejos de antes, al no haber lluvias para el 14 de julio, que es la fecha de entrada la canícula, se esperaban por lo menos 40 días sin llover; no faltaba algún zaragate diciendo el día primero del mes más caliente: “si no llueve de aquí al día último, ya no llovió en todo el mes”; ya vendría el cambio de las condiciones a finales de agosto, o principios de septiembre, al iniciarse el ciclo escolar.
En algo favorecía la temporada canicular porque, al no haber plagas de mosca y zancudo, se podía castrar sin riesgo de infección y secar la carne hecha cecina y los cueros sin que se le formaran queresas. Aunque salían víboras de cascabel, pegaban sobre los roedores más dañinos, como son las ratas y los ratones.
Había reacomodos de horario para el trabajo del campo –principalmente el levantamiento de la cosecha de maíz–: empezaban antes de amanecer y terminaba a media mañana; sesteaban al medio día (sobre el suelo), en la puerta de la vivienda contraria al sol; por la tarde hacían trabajos bajo sombra –tales como desgranado y encostalado, afilado y reparación de herramienta, remiendo de coyundas y untando ejes de carretas, amamantado y ordeña de ganado menor–; y para la noche habían de sacarse catres plegables de lona, o armar tarimas acolchadas, para dormir en los patios.
Era una época en que los menores disfrutaban sus vacaciones; los niños con su sombrero de petate y las niñas con pañoleta; unos pizcando maíz y recolectando frutos silvestres, como anacuas, comas, mezquites frescos y capules; otros paseándose en los columpios de ixtle, atados a frondosos árboles de la región en algunos los patios, sin cerca a veces, y que eran motivo de sana convivencia para los menores.
Una parte de los habitantes, desde la fundación del pueblo hasta mediados del siglo pasado, vivían en jacales con paredes de adobe, piedra o leña, techados con paja colocada sobre tendidos de carrizo, afianzados a una estructura de madera burda, formada por un tumbado de latas delgadas, en una cimbra sostenida por dos horcones y dos largueros posados en cuatro horquetas cortas.
La otra parte de los lugareños, los de mejores posibilidades económicas, tenían casas con gruesas paredes de sillar y piedra arenisca, cimentadas en losas almendrillas y bola grande caliza o azul, cuyos altos techos de terrado o lámina galvanizada apoyándose en un entablado sostenido por barrotes de 4 por 8 pulgadas. Este tipo de construcción aminoraba el calor, tanto por utilizar materiales aislantes de temperatura, como por estar ventiladas de forma natural.
En algunos casos se procuraba sembrar –cerca de la casa– arbustos (granados o naranjos) para filtrar y refrescar el aire proveniente del lado oriente principalmente.
A medida que pasaba la seca canícula, el agua escaseaba notablemente: se cortaba el río Sosa, las presas y estanques de arroyos se secaban, algunas norias se agotaban; cuando hubo red de agua potable, se agotaban las fuentes de abasto y volvía la compra de tinacos de agua de charcos, tinaja y norias más durables. Por mucho tiempo hubo hogares que procuraron aljibes, de gran utilidad para aprovechar las lluvias aisladas y amortiguar la escasez de agua.
Los ganaderos arreaban sus reses desde “El Bajo” hasta “Las Lajitas”, un chaco del río Sosa cercano a San Javier; al ganado menor lo traían a abrevar río arriba. A falta de pasto, el ganado se comía la tuna y el mezquite, pero había que chamuscarles el nopal, para sostener la dieta.
Que este relato sirva para recordar que, frente a las calamidades, hubo siempre razón para encontrar el lado alegre de la vida y ver lo lóbrego como un reto para salir adelante, una enseñanza imborrable y trascendente para quienes tenemos las raíces en esta tierra.