Sábado. Mientras la camioneta sigue al pie de la letra, cuesta arriba, las señales de la carretera de Linares a Galeana, Nuevo León, las enormes crestas verdes y grises de las montañas hacen sentir su imponente presencia. No hemos llegado aún a Iturbide y vamos ya a marchas forzadas, deteniéndonos cada dos o tres kilómetros a esperar a que el motor se enfríe.
El mecánico que revisa el vehículo frente a una pequeña plaza de Iturbide nos infunde animo cuando le decimos que vamos hacia San Francisco de los Blancos.
-Ya nada más suben unos siete kilómetros y aparece Galeana.
El pedazo de caballo y lo que queda de “El Flechador del Sol”, lo que fue el enorme grabado sobre piedra hecho por Federico Cantú en 1961, parece vigilar el manchón de casas de Iturbide, que aparecen y desaparecen entre las curvas. Todavía hace algunos años se aferraban a las rocas los lentes de Raúl Rangel Frías, la banda presidencial de Adolfo López Mateos, la cabeza de Fernando Barros Sierra y pedazos de la Diosa del Maíz y del águila. Se fueron desmoronando poco a poco, como los planes del gobierno estatal de reproducir el mural y crear un museo de sitio frente a la enorme muralla. El relieve simbolizaba a la patria arropada por las alas de un águila y símbolos nacionales y regionales.
Algunas vacas pastan a orillas del cordón asfaltado o de plano se atraviesan en la carretera. Entramos a Galeana, el municipio de mayor extensión territorial de Nuevo León, por una carretera que se bifurca en calles con nombres de héroes, pobladas de árboles y de grandes solares. Cruzamos la plaza principal con su catedral y su presidencia municipal y seguimos subiendo hacia nuestro destino.
Los demás han llegado ya y delimitado su territorio con tiendas de campaña. Somos un pequeño ejército de barbaros en territorio desconocido dispuestos a dejarnos hipnotizar por la magia de la fiesta de los chicaleros gracias a la invitación que hiciera Kaya González. Algunos llegaron en sus bicicletas después de recorrer 224 kilómetros desde Monterrey.
Una vaca y su cría nos miran mientras instalamos lo que será nuestra casa por dos días. Mamá vaca muje como preguntando por qué estamos en su terreno y ellas en el sol.
La casa de don Emilio Lara Martínez y de su mujer Yolanda Blanco Peña, con más de 40 años participando en la celebración, es el alma de la fiesta, en cuya organización participan también Carlos Salazar de la Rosa, Gustavo Lara y la comunidad entera. Ahí están los alimentos, el agua para bañarse y la animación con máscaras y disfraces que mantiene en pie una tradición ancestral: La danza de los Chicaleros.
Desde antes de llegar al ejido por la 18 de Marzo es notorio que el diablo anda suelto y aparecen los primeros chamucos ocultos en sus máscaras y su colorido vestuario. Si no cooperas para la causa no te dejan pasar y azotan sus chicotes con fuerza en el asfalto hasta arrancarle estruendos secos. Hacen lo mismo desde hace unos días, sustrayendo objetos de los porches de las casas, pidiendo comida y haciendo diablura y media.
Pronto, la comida típica de la región, el chical, nos calma las fieras del hambre. Con tiempo suficiente han puesto a moler el maíz tierno oreado en la mazorca que después guisaron con ajo, cebolla y chile rojo. Comemos de prisa para no perder los detalles de la fiesta. Es sábado de Gloria y la tarde parece una sucesión de cuadros vertiginosos, un rompecabezas para armar.
Las nubes se desparraman arriba. Un remolino gira en su espiral de polvo, hojas secas y bolsas de plástico del patio a la calle. Niños, adolescentes y personas mayores con máscaras de diferentes motivos y vestuarios. Las máscaras que parecen seguir la tradición, por ejemplo la de Emilio, son de latón. También las hay de cartón, de fieltro y con la lengua de fuera, de piel de borrego y venado y elaboradas con diferentes materiales y muchas otras adquiridas en tiendas de disfraces.
Al centro del patio un burro sostiene a Federico, un muñeco gigante relleno de zacate y ropa vieja vestido de chicalero y con máscara. Más tarde Federico será una enorme bola de fuego. Se forma el primer grupo y empiezan a danzar al compás de la música. Emilio da indicaciones, recibe a los invitados, cuida cada detalle del festejo, está al pendiente de la comida de los animales, revisa la tarima y más tarde, micrófono en mano, animará la fiesta.
Los sonidos hacen su propia celebración, mezcla de la algarabía de los que van llegando, la música a todo volumen, el discurso de los burros, el habla de la hija vaca, que seguramente tiene hambre, el estruendo de los látigos, las risas en grupo, los gritos y el canto a deshoras de algún gallo.
Burro y jinete encabezan el desfile por las dos calles que llevan a San Francisco de los Blancos y se pierden en estrechos callejones invitando a la comunidad a la fiesta.
De ahí en adelante la música no para. Emilio explica en el micrófono el sentido de continuar la tradición, herencia de las personas mayores y que se realiza en diversas comunidades de Galeana y enfatiza que ahí, en San Francisco de los Blancos, los viejos chicaleros llevan la batuta.
Los danzantes han regresado ya y el número de participantes aumenta. Siguen llegando familias, la calle llena y el escenario listo. Los chicaleros forman dos columnas que dan vueltas alrededor de la calle al compás de la música. De vez en cuando un chicalero con vestido entallado, máscara de mujer y piernas peludas se lleva a bailar a alguien del público y no lo suelta hasta el pago de una cuota voluntaria en efectivo. Aquel que mira angustiado desde la zona de baile en busca de salvación es Ulises, hace su mejor esfuerzo por darle ritmo a sus pies mientras busca inútilmente unas monedas en sus bolsillos. Y aquel que por más que se esconde y ahora es jalado de un brazo a la pista de baile soy yo. Intento mover mis dos pies izquierdos, pero me da un calambre y a duras penas doy un par de pasos torpes. Definitivamente una pared tiene más ritmo que yo. Para colmo, las monedas que traía fueron mi cooperación para salvar a Ulises. Debo bailar tan mal que el chicalero de piernas peludas, sombrero tejano y botas ranger me deja ir.
Hay máscaras de viejos y niños, del Chavo del 8, de diablos y ángeles, de Chuqui, del Payaso Diabólico, de burros, monos, cerdos y de personajes de series televisivas como el Salvador Dalí de La Casa de Papel y de películas como The Purge (La noche de las bestias). Las hay con adornos brillantes en azul, amarillo y rosa. El vestuario se complementa con costales de ixtle, trapos viejos y ropa de colores. La música no cesa. Los fuetazos tampoco. Lo que sigue es la puesta en escena de una boda por partida doble hasta que el ramo cae en manos de las novias del futuro. Durante la escenificación de la boda se hace alusión a la lluvia, a los alimentos y a la tierra.
El sol se va. Caen las sombras y el Cerro del Potosí, antes un gigante de piedra de tres mil 750 kilómetros de altura, se difumina en la oscuridad. Con la noche se suman otros sonidos y empiezan a rolarse las cervezas. A las nueve de la noche, una vez que la danza de los chicaleros pasa de la calle al entarimado, el ritual acaba con los nombres de los danzantes, que al recibir el aplauso arrojan sus látigos o sus máscaras al público.
Lo que sigue es otro ritual, un quinceaños al que, como es costumbre en las comunidades, todo el pueblo es invitado. Y la música vuelve a empezar. No muy lejos, a la orilla de la Laguna de Labradores, las notas de otra música ambientan el Laguna Fest.
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Domingo. Concierto para Vaca con Hija, Marrana de Engorda o Crónica de una Muerte Anunciada o El Lenguaje de las Aves, deberían de llamarse las expresiones que dan paso al día siguiente. O tal vez Luna Incandescente en el Espacio Celeste o Sol en Llamas. Al pie del Pozo del Gavilán está el poeta Moisés Ayala y su hija Casandra, y mientras el polvo en alianza con el viento y el sol hacen sus desmanes, ellos explican los secretos del lugar. Desde la altura se dibuja un paisaje de contrastes. Imponente, sobreviviendo al tiempo: El Cerro del Potosí. A un lado un espejo relampaguea con los rayos del sol: la Laguna de Labradores. Sembradíos a los lados. Desde el fondo del Pozo del Gavilán, un cenote con su propia leyenda, un fondo de tonalidades azules y transparentes se forma majestuoso ante el asombro de la mirada. Mus cerca de ahí un yacimiento de alabastro con sus enormes monolitos blancos atrae a los visitantes. A unos cien metros, el árbol de los Pecados ha sido despojado por alguna mano púdica y municipal de sus reliquias: prendas íntimas que durante años colgaron de sus ramas. Todavía, adentrándose en los matorrales, queda por ahí alguna solitaria copa de brasier, un calzón sin vida o una caja de condones carcomida por el polvo implacable de los días y las ganas.
Esta es la historia antigua, tal como la cuenta José Manuel Mejorado Hernández en el libro Tradiciones y costumbres de Nuevo León: Una tribu de indios errantes se asienta en las polvorientas tierras al poniente de la Laguna de Labradores. Con el tiempo, nace ahí el hijo del Gran Jefe, pero pronto vino la fatalidad: un día al llegar a su casa el hijo recibe la noticia de que su padre ha muerto bajo las garras de una enorme criatura mitad gavilán y mitad hechicero. El joven guerrero jura vengar la muerte de su padre y sube a la loma a esperar al animal, partiendo en dos a la descomunal bestia con una certera flecha. La bestia cayó entre un gran estruendo y nubes de fuego, “abriendo con su peso enorme un gran pozo ante los ojos llenos de asombro de los naturales de la tribu.”
Esta es la historia más reciente: Escena 1: Un alumno del Cebetis con vista disminuida se desbarranca y cae al Pozo. Se atora en unas ramas y desde ahí llama a sus compañeros, que en bola y con sus maestros corren hacia el lugar del accidente y no se van hasta que el chico es rescatado.
Escena 2. En junio del 2016 un par de bomberos que realizaban una práctica de buceo en las aguas del cenote descubrieron un Volkswagen con un cuerpo adentro a más de 80 metros de profundidad. Resultó ser un ingeniero químico con reporte de desaparecido desde el mes de febrero.
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Todo iba bien, salvo que se nos atravesaron unas boyas a 40 km. por hora y el agente de tránsito creyó prudente aplicar la ley. Lesly, Susy y yo pasamos a La Esfera a despedirnos de Moises Ayala, que junto con su hijo Moi y su mujer imparten talleres en ese espacio de intervención comunitaria. En seguida tomamos la carretera a Linares. No nos volvimos del todo: la tarjeta de conducir de La Terrible Susanita espera a que alguien la rescate. Volveremos: la danza de los chicaleros llega todavía con los vientos del sur.
Monterrey,
Abril 24 de 2019
*Escritor, periodista y editor. Sus libros más recientes son José Alvarado (Cal y Arena/ UANL, 2018) y Poemas en los que nunca es de noche (Ibáñez Editores, Bogotá, 2019). E-mail: magocuellar@hotmail.com
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