Ciudad Juárez.- En cualquier conflicto social, sea interno de un país o abarcador de dos o más entidades nacionales, obran una multiplicidad de factores o causas. Desde los muy evidentes intereses económicos y políticos, hasta móviles personales, traumas y taras sicológicas de los tomadores de decisiones. Desde luego, entre mayor sea la envergadura de los acontecimientos, como sucede con las guerras internacionales, más densa será la gama de fuerzas determinantes o influyentes. De entre ese amasijo de elementos hay que buscar los que sean de mayor significación y fundamentales, es decir, sin los cuales no se habría generado la conmoción.
En el caso de la invasión rusa a Ucrania y la guerra que le ha seguido, me parece que su causa primordial es el choque entre dos bloques: en una trinchera, el representado por la OTAN, creada y dirigida por Estados Unidos; y Rusia en la de enfrente. Ucrania quedó en medio y su pueblo es quien está aportando, como ha sucedido siempre en las luchas armadas, los mayores sacrificios y sufrimientos.
La OTAN es la más poderosa alianza militar jamás creada, por los más de mil millones de habitantes que comprenden sus Estados integrados o asociados, el tamaño de sus economías, que juntas suman más del 50 por ciento de la riqueza mundial; pero sobre todo por el poder mortífero y destructivo de su armamento. Esta organización es la heredera del viejo colonialismo europeo, que conquistó, depredó y exterminó por distintas vías a pueblos y civilizaciones de todos los continentes en el curso de varias centurias, hasta nuestros días. Cuando en 1991 colapsó la URSS, Estados Unidos y sus aliados europeos aprovecharon para llevar las fronteras de la OTAN hasta los umbrales de Rusia.
El antiguo enemigo (o lo que quedó del mismo), fue cercado por los Estados de Europa Oriental, en los cuales se instalaron bases militares con armamentos en extremo mortíferos. Moscú y San Petersburgo, las dos capitales históricas, instalaciones estratégicas y los otros centros urbanos más importantes, les quedaron “a tiro de piedra” de los misiles. Desde luego, recursos naturales y fuerzas productivas en general de estos territorios del oriente europeo, pasaron al control de las potencias occidentales.
No obstante estos avances innegables, los afanes de crecimiento en influencia y poderío son y han sido insaciables para los Estados y sus clases dominantes. Por su posición geográfica, tamaño y enormes recursos naturales, Ucrania representa algo así como la cereza del pastel para el imperialismo de Estados Unidos y europeo. Con planicies interminables, sin obstáculos naturales y ubicada justo en el bajo vientre de Rusia, Ucrania ha sido desde siglos una vía para las sucesivas invasiones de su territorio. Por eso se dice que los rusos siempre le han reclamado a diosito que no haya puesto cadenas montañosas en el camino a la antigua rus de Kiev.
Veamos ahora al otro contrincante. Rusia viene del dominio imperial, primero de los zares y luego de los comunistas. Desde el siglo XVIII su territorio no paró de extenderse hasta abarcar, en los mejores tiempos de la URSS, la sexta parte de la tierra: arriba de 22 millones de kilómetros cuadrados, aunque una enorme porción fueran tierras casi deshabitadas. Después de 1991 perdió más de la mitad de sus trescientos millones de habitantes y el área se redujo en una cuarta parte. Su economía pasó, de ocupar el tercer lugar en el mundo (después de EEUU y Japón), al doceavo. Vladimir Putin, quien participó en su liquidación, ahora se muestra arrepentido y dice que este suceso fue la mayor catástrofe geopolítica de la historia. Puede que tenga razón, según se advierte.
Sin embargo, los rusos recibieron dos herencias del pasado, una muy evidente y tangible y otra que se siente, pero no se mira: primero, el poderío militar de la URSS; y segundo, el espíritu nacionalista de sus ancestros, aunque renegó de la ideología y del proyecto histórico que animaba a los soviets. Respecto de éste, a veces indescifrable imaginario ruso, Winston Churchill, quien dedicó buena parte de su vida a combatir contra Rusia o a soportarla como aliada, decía que esta nación es un acertijo, envuelto en un misterio dentro de un enigma. Sin embargo, agregaba, la clave para entenderla estriba justamente en su interés nacional. Este es el que animó de diversas maneras en su tiempo a los aristócratas de las cortes del Zar, o a los burócratas soviéticos; y hoy a los oligarcas encabezados por Putin. Y aquí permítaseme una digresión: a los potentados que dirigen el gobierno de Rusia, se le llama “oligarcas”; y eso son, efectivamente. Pero, de igual manera lo son quienes están en los gabinetes norteamericanos o europeos, pero éstos no reciben el despectivo nombre, sino el de empresarios, industriales, banqueros y similares.
Toquemos ahora a la víctima de esta rivalidad: Ucrania y su pueblo. Como varias de las antiguas repúblicas soviéticas, en este país comenzaron a desarrollarse dos sentimientos colectivos: un nacionalismo a ultranza, aprovechado por los grupos nazis que llegaron a detentar las carteras más importantes del gobierno y un filo europeísmo, alimentado por la propaganda incesante. La burguesía ucraniana, igual que la rusa, comenzó a realizar grandes negocios en Alemania, EEUU y el resto. Pronto, las clases medias y altas se convencieron de que ellas pertenecían en todo y por todo a la llamada “civilización europea”. En un mensaje casi idéntico al de los voceros ucranianos que protagonizaron el movimiento y golpe de 2014, hace poco el presidente de Georgia (otra de las exrepúblicas soviéticas), decía: “Nuestro país siempre ha pertenecido a la cultura y al espacio civilizado europeo... ser europeo no es otra cosa que una unidad de valores y principios, que dan forma a Europa”. Creyeran o no en estas palabras, lo cierto es que convencieron a millones de que se tragaran la rueda de molino de que la bondad, la dignidad, la democracia, la libertad, la civilización, son valores propios y exclusivos de Europa. Tal vez si se hubieran asomado al menos a los actos de barbarie consumados por los ejércitos y agentes de las potencias europeas en todas partes, habrían retrocedido espantados antes de hacer tales afirmaciones. Me recuerdo en este punto al diplomático inglés, Roger Casement (protagonista de la novela El Sueño del Celta, de Mario Vargas LLosa), quien a la vista de las atrocidades inauditas y genocidios ejecutados por los europeos en el Congo y en la Amazonia, se convirtió en un decidido anticolonialista y defensor hasta la muerte de la independencia de Irlanda, su patria originaria, cuando advirtió que las famosas tres “C”: comercio, civilización y cristianismo, prometidas por los europeos, significaban en realidad matanzas, mutilaciones y muerte.
Los intereses económicos, la cargada ideología nacionalista y europeísta, contaminada con el racismo, constituyeron el caldo de cultivo para que en Ucrania o en Georgia, se olvidaran de sus límites. A la vista de la invasión y la guerra, parece que esto ha quedado atrás, pero no. En realidad forma parte de cualquier solución en el futuro. La situación geográfica, su pasado inmediato y muy lejano, le exigen a Ucrania una condición de neutralidad y no pertenencia a una alianza militar anti rusa, como lo ha pretendido su gobierno.
¿Lo expuesto otorga el derecho a Rusia de invadir Ucrania y llevar las calamidades de la guerra a sus hogares? Ciertamente no.
De la guerra actual, como de tantas otras, se sabe cómo empezó, pero nadie sabe cómo terminará; en el peor de los casos, con una hecatombe mundial. Es así, puesto que los rusos, a quienes se quiere sitiar económicamente para reducirlos a la pobreza absoluta, al final no son los pueblos inermes del Congo o de la Amazonia: tienen el dedo puesto en el gatillo de las armas nucleares.
Por eso, deben hacerse esfuerzos porque termine. Salvo a los fabricantes y vendedores de armas (representados en los gobiernos), quienes están haciendo su agosto, a todos conviene la paz. Ya.