Mazatlán.- Está circulando por las redes la versión libre del último libro de la periodista Anabel Hernández: La historia secreta: AMLO y el cártel de Sinaloa, al que le estoy dando lectura mientras escucho la trompeta suave del inolvidable Chet Baker y, hasta donde voy, está plagado no de notas reconfortantes, sino de la sensación áspera de la Sinaloa profunda.
Aquella de la que todos los días tenemos noticias cuando el periodismo da cuenta de desapariciones forzadas, asesinatos que huelen a ajustes de cuentas, extorsiones a comerciantes, detenciones mediáticas, traiciones, confiscaciones de laboratorios de drogas, pitazos o lo más espectacular, los culiacanazos que tienen inmediatamente replicas en los medios de comunicación internacionales, pero, también, de ese mundo subyugante que deriva del dinero que viene de la bien llamada economía paralela.
El del mito todopoderoso al que no se le resiste nada y que siempre va por más, como cualquier empresario del llamado capitalismo salvaje, donde, fiel al neoliberalismo rapaz, todo se vale, con el ingrediente de la violencia, no sólo simbólica, sino física, directa y estrujante corroyendo el sistema económico, social y político.
Que, además, las instituciones del Estado son incapaces sea, porque sus personeros no quieren controlar por complicidades y que, en esa incapacidad estructural, constantemente se reinventan en beneficio de esa misma lógica a lo Frankenstein con un clavo acá o un remache allá.
Sí, un Frankenstein social, porque es el producto de una sociedad enferma que ha alterado con una descarga eléctrica todos los reguladores sociales llámese educación, como creador de valores, religión, como exaltación divina, trabajo, como redención y servicio, política, como construcción comunitaria, empresa, como servicio público y familia como fuente inagotable de solidaridad.
Y es que buena parte de eso, se ha acabado en esa Sinaloa profunda, hoy lo que vale es la audacia, la capacidad de hacer dinero por el medio que sea, lo cabronamente posible para obtener reconocimiento social sea por lo malo.
Y es que no descansa en el mérito o el desempeño lo que lo logra, sino, la decisión fantasiosa de “vale más una vida corta de rey, que una vida larga de perro”.
Vamos, la otrora solidaridad, que caracterizó a los viejos capos, las promesas y las deudas de honor, no valen para exponentes de esa nueva generación que lo ven como un lastre, cómo unos “huevones”, que quieren seguir mamando de la ubre de quien prestaron servicios y que ahora, viven el otoño de sus vidas, en medio de una nostalgia que los habita como roca, pesada, como la ausencia de los tiempos de gloria.
Son los tiempos de la nueva generación del narco, el de los yupis del buen vestir, los perfumes y la fiesta. El mundo de los que no les gusta lo viejo porque huele a naftalina, menos los acuerdos cincelados en la piedra de la lealtad y construida a golpe de complicidad, respeto y omertá, hasta el sepulcro, al estilo de antes, donde había códigos y, estos, se respetaban, como los hacían con devoción los mafiosos italianos que sabían el valor de un favor al vecino, al comerciante del barrio, al policía, a la empleada doméstica o al médico y sus enfermeras.
Algo cambio. Y es lo interesante del libro de la valiente Anabel que va por la vida seguro con miedo a lo inesperado, lo fortuito, y por eso su obra es valiosa aun si tuviera inconsistencias, cuando los cobardes y envidiosos le gritan desde la comodidad de su trinchera: pruebas, pruebas, como si a la vista no hubiera las suficientes.