Monterrey.- Por principio, tenemos que reconocer que la sustancia de los procesos electorales se representa en el ejercicio de los principios democráticos, cuya finalidad inmediata es la elección de los representantes populares a través del sufragio en los tiempos, formas y normas legalmente acordadas.
Tenemos que reconocer, también, que pese a las limitaciones y desviaciones existentes, la democracia en nuestro país ha avanzado significativamente, comparando las condiciones actuales con las que prevalecían al menos cincuenta años atrás. Es verdad que nuestra democracia –como muchas– es imperfecta; por ello sostengo que las imperfecciones de la democracia se corrigen con mayor democracia.
Y ha sido, precisamente, gracias este avance democrático como Andrés Manuel López Obrador logró ocupar la presidencia de la república a partir del día primero de diciembre del 2018. Una elección inédita, no sólo por haber registrado el mayor número de sufragios en la historia de nuestro país, sino por haber llevado al poder por primera vez a un amplio frente de la oposición, mayormente integrado por un segmento de las izquierdas.
La coalición denominada Juntos Haremos Historia, surge de tres fuerzas básicas: Movimiento Regeneración Nacional (Morena), Partido del Trabajo (PT) y una entelequia de corte confesional registrada como Partido Encuentro Social (PES). Como quiera que sea, Morena se convirtió en el eje de una coalición que a la larga fue incorporando otras fuerzas, como el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), además de otros segmentos, personajes e intereses, algunos de los cuales resultarían impresentables; un tanto por la cuestionable integridad de los mismos, como también por resultar contradictorios al proyecto impulsado por el tabasqueño, algunos incluso por haber sido en otro momento parte medular del grupo de adversarios que intentaron desaforarlo; como en el caso de dos ex presidentes del Partido Acción Nacional (PAN), y al menos uno de ellos públicamente vinculado a la extrema derecha.
La premisa era, sin embargo, que todo aquel que aceptara el nuevo mensaje y se sumara al novedoso proyecto opositor, sería bienvenido; sin importar su línea ideológica, su calidad moral o la congruencia de sus decisiones. Desde entonces la línea quedó trazada: quienes aceptaran cruzarla y colocarse incondicionalmente a su lado, serían redimidos. Y los que no, serían excluidos y hasta condenados.
Como quiera que sea, el triunfo de AMLO se debió a que tuvo la habilidad de conjuntar a su alrededor una gran fuerza de oposición. Sin esa gran alianza política y popular no habría logrado llegar a la silla presidencial. Una estrategia marcadamente pragmática y políticamente utilitaria, pero exitosa.
Con estos antecedentes, no sorprende que el presidente insista en pintar su raya. Una raya que no es de ningún modo ideológica ni política. La sentencia de que quien no está conmigo, está contra mí, exige un sólo requisito: sumisión. Ne es un asunto de lealtades, porque en esa determinación lo que menos cuenta son las convicciones personales. Es la hora de las definiciones, ya sea por acatamiento o por simple pragmatismo. De modo que aquí no cabe la opinión individual, las ideas propias, ni mucho menos las críticas. Lo que vale es la palabra del mandatario, del líder, del profeta o del mesías. Se acata o se rechaza, no hay más.
En ese contexto, asistimos a una renovación del maniqueísmo. De aquella doctrina que pregonaba la existencia del bien y del mal como principios contrarios en una constante pugna entre sí. El bien que representa la verdad, y el mal que representa la mentira. La falsa dicotomía de un sofisma entre liberales y conservadores, pero sin que nos detengamos a considerar quién es el que determina lo que es el bien, lo qué es la verdad y cómo definir y distinguir a un liberal de un conservador.
La respuesta a lo anterior es muy simple. Hay una voz superior –casi unipersonal e infalible¬– que sentencia lo que está mal, quién miente y en dónde están los conservadores. No hay matices de por medio; la pluralidad y, por consecuencia, la tolerancia, son inadmisibles.
Por consiguiente, no hay oposición que valga. Ser parte de la oposición es estar en el error, separarse de la verdad o ser conservador. Quien está en contra es más que un adversario: es un enemigo. Así las cosas, formar parte de la oposición e intentar el ejercicio democrático de buscar la alternancia del legislativo o –¡peor aún!– del ejecutivo, es ser parte de una conspiración, de un complot o, todavía más: de una traición.
Por ello no resulta extraño el que para la actual administración gubernamental los procesos electorales representen una amenaza, más que una oportunidad. Y no es que estén intentando prolongar el periodo presidencial más allá del plazo constitucional (muy a pesar de muchos que sí lo quisieran); lo que está en juego es la prolongación sexenal del proyecto que parafrasea la visión lombardista de la cuarta transformación, cuya primera prueba de fuego habrá de ser la renovación del congreso federal el próximo año y de donde dependerá el avance o el freno de gran parte de las actuales políticas gubernamentales.
Tampoco se puede de negar el derecho que tiene el partido en el gobierno de intentar por todos los medios lícitos y legales la continuidad de sus proyectos y de su permanencia transexenal, siempre que los votos así lo legitimen. Pero del mismo modo en que lo hizo el frente integrado por Juntos Haremos Historia, ahora la oposición tiene el pleno derecho de agruparse, coaligarse o simplemente acordar una estrategia para ganar la mayoría del próximo congreso federal y, eventualmente, la presidencia de la república.
Debemos partir de un principio regulador de la democracia: ser de oposición no es un delito, ni significa estar equivocado, mucho menos ser un traidor. Significa no estar de acuerdo, pensar distinto, contar con diferentes propuestas y, por tanto, contar con el derecho a la crítica. Será el sufragio popular, en condiciones de equidad y transparencia, quien decida el tipo de gobierno que desea tener. Así fue como AMLO y su amplio frente opositor llegaron a la presidencia.
Los intentos del pensamiento único, de la verdad absoluta, en el terreno de la política conducen a la intolerancia y al autoritarismo; la historia así nos lo demuestra, con independencia del signo ideológico.
Por tanto, ser de oposición, pensar distinto o el ejercicio de la crítica no pueden interpretarse como formas de conspiración. No voy a adentrarme al burdo intento de develar una presunta conspiración orquestada por el inventado Bloque Opositor Amplio (santaneramente abreviado BOA), que no tendría la mayor importancia si no hubiera sido presentado por la propia presidencia de la república. Me recordó a Zedillo desenmascarando (sic) al subcomandante Marcos, y tiene el tufo de haberse elaborado en los sótanos del poder, a la manera de los libelos y pasquines cuyo objetivo era desprestigiar a la oposición.
Que nadie se extrañe, ni se moleste, por el hecho de que la oposición esté elaborando planes y construyendo acuerdos para tomar revancha electoral. De eso se trata el ejercicio democrático. Por supuesto que hay intentos por descarrilar a la actual administración, claro que hay quienes piensan –y lo están intentando– que si le van mal al presidente, le va bien a México. No estoy de acuerdo. Soy de los que están convencidos de que si le va bien al presidente, le irá bien al país. Pero de ahí a que existan intentos de un golpe de estado o complots para derrocar al primer mandatario, me parece, y por decir lo menos, una exageración. De ahí que resulte curioso (cuando no sospechoso) que cuando se presentan manifestaciones o disturbios antigubernamentales, éstos provengan de un complot. Pero cuando dichas expresiones suceden en contra de gobiernos de la oposición, éstas provengan del pueblo sabio y justo
En conclusión: no estoy de acuerdo con quienes pregonan la renuncia del presidente ¬¬–electo democráticamente con un índice de votación inédito–, ni tampoco coincido con los que proponen un juicio político sin existir los elementos legales para hacerlo. Incluso, el escenario de la separación del cargo luego de una presunta votación para la revocación de mandato, sería desastroso para el país. Con lo que si estoy de acuerdo es en exigir un cambio en la forma de guiar al país; un cambio que asuma una visión realista y objetiva del contexto nacional y ajena a compromisos partidistas y a las clientelas electorales, separada de la terquedad personal de pretender inscribirse en los libros de historia.