Ciudad de México.- Que la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) sufrió un desagradable retroceso es totalmente cierto. Es un axioma, o sea una verdad evidente que no necesita demostración.
Újule. Me encantaría una universidad en contacto permanente con la realidad, sea la que fuere. Pero la UNAM de derechizó, y no sólo eso. Se amorcilló, un verbo castellano cuyo significado popular es una expresión muy dura y grosera. Perdió su esencia de universalidad. Y se quedó atrapada en el conservadurismo ideológico, cultural, académico, sociológico y político. Este retroceso empezó desde el sexenio de Miguel de la Madrid, un presidente gozne entre lo revolucionario y lo neoliberal.
Hace muchos años le pregunté al rector de la Universidad Iberoamericana, el padre Jorge González Torres, que cuál de todas, entre las particulares, como la que él regía, y las públicas, era la mejor universidad.
Recuerdo que los jesuitas, en esa época, estaban dando el salto del altar a las barriadas, para hacer real el compromiso cristiano con los pobres de este mundo, tal como lo hizo el fundador, Jesús de Nazareth.
Y Don Enrique, como yo le llamaba, me contestó sin pensarlo: La UNAM es “La Universidad”, enfatizando la palabra. Y es que en la UNAM se gestaban los grandes cambios socio políticos de la sociedad mexicana. Sin la UNAM (y sin el IPN), el Movimiento del 68 jamás hubiera trascendido.
En ese momento, la UNAM enfrentó muchos retos sociológicos, populares y humanísticos. No vayamos muy lejos: el mismo movimiento estudiantil se convirtió, en días, en el movimiento estudiantil popular, con el compromiso, el impulso, el apoyo y la solidaridad de la misma Rectoría.
Los estudiantes de toda la Universidad tenían, junto con los conocimientos científicos, tecnológicos y humanísticos, conciencia de clase; inclusive aquellos que venían de las élites. La UNAM era una comunidad de alumnos, maestros, trabajadores administrativos y la Rectoría.
En mi calidad de periodista, que acudía a la UNAM a solicitar orientación académica, principalmente en materia de ciencia económica (entonces conocí a Alicia Bárcena, brillante economista que me orientaba para hacer el análisis de la realidad. Alicia lleva ya años como Secretaria de la Comisión Económica para América Latina), sentí burdo el cambio.
La Universidad, y habló de la época de Miguel de la Madrid en adelante, perdió su esencia de Universidad que hacía alarde de su lema teológico: “Por mí Raza hablará el Espíritu”.
Un cambio que no sólo veía. Lo olía. Lo palpaba. Rector, personal académico, sindicalistas, estudiantes perdieron la conciencia de universitarios. La Institución se volvió como una universidad particular que forma agentes económicos. Empleados de los grandes consorcios económicos, o médicos de mejoral o aspirinita. Todo enfocado a la competencia económica. A la actividad mercantil en la medicina, en el derecho, en las ciencias, en todos los estamentos del conocimiento. La mayoría del estudiantado se hizo conservadora, hasta indolente.
Era una pena ver una universidad nacional prácticamente muerta. Víctima de la indolencia y de la ignorancia del papel que tiene que jugar una universidad. Se divorció de la sociedad.
Y no puedo hablarles de las mafias que controlan los millonarios recursos económicos. No puedo hablarles de los enjuagues que se hacen entre la Rectoría, las agrupaciones académicas, el sindicato.
De este tema hay aún mucho de qué hablar.
No está equivocado el presidente López Obrador. Quien se escandalice de sus críticas es igual, o más, de conservador, reaccionario, que algunos investigadores sociales de la misma universidad…