Ciudad Juárez.- El pasado 14 de agosto, se cumplieron ciento cincuenta y seis años desde la llegada del gabinete republicano a la antigua Villa de Paso del Norte. En 1865, México vivía una tragedia, simbolizada por esta polvorienta carroza negra, escoltada por un ralo batallón denominado de los Supremo Poderes y de la que descendieron cuatro hombres ardidos por el sol del desierto. Uno de ellos era Benito Juárez, el presidente de la República, quien se hallaba investido de facultades extraordinarias por el Congreso de la Unión, autodisuelto poco antes de que el ejército francés tomara la Ciudad de México.
El país era presa del imperio colonial francés, que disputaba con otras potencias europeas el dominio de vastos territorios en América, Asia y África. Se jugaban aquí cartas fundamentales de la diplomacia y de las confrontaciones militares de Francia, España, Inglaterra, Austro-Hungría, Bélgica, Prusia, El Vaticano y Estados Unidos. Napoleón III, el emperador de los franceses, había adelantado una jugada que pretendía ser maestra en el ajedrez mundial.
Colocaba a un príncipe austríaco en un trono mexicano inventado, pero tan real como podían ser los cañones franceses y la caballería de los zuavos, con lo cual buscaba cicatrizar las heridas dejadas por la reciente derrota austriaca a manos de franceses y piamonteses, halagaba a la decadente monarquía española, con la fantasiosa idea de reconstruir el poderío de la raza “latina” bajo un sistema monárquico, continuaba y reafirmaba su vieja alianza con la iglesia católica. Era el momento. Estados Unidos, la flamante república que en algún delirio soñaba con crecer hasta el Cabo de Hornos, engulléndose a las antiguas colonias españolas y portuguesas, se encontraba dividida entre el Norte industrial y el Sur agrario, en una guerra que amenazaba con dejarla exánime; e Inglaterra no pretendía por el momento llevar su flota a ningún país del continente americano, empeñada como estaba en la tarea de domeñar a la India. En el horizonte se alzaba ya la amenaza germana, pero todavía Prusia era un aliado menor.
Así que, se antojaba como puesto sobre la mesa un territorio de casi dos millones de kilómetros cuadrados, del cual se rumoreaba poseía riquezas fantásticas, habitado por apenas unos siete millones de habitantes, la mayoría indígenas fanatizados e ignorantes, enfrentados en continuas guerras civiles, y cuyo ejército había demostrado una gran debilidad en la reciente guerra con Estados Unidos. Una vez instalado el nuevo régimen, todo caminaría como miel sobre hojuelas, con el apoyo de los viejos poderes heredados de la colonia: el clero, el ejército y las cúpulas sociales, siempre enemigos del proyecto de nación independiente o ajenos al mismo. Francia tomaría posesión en nombre de la civilización de esas gigantescas riquezas y convertiría a este exótico país en un formidable brazo de su imperio mundial. Hasta la orgullosa Albión tendría que doblegarse.
Los hechos acontecidos en el lustro posterior al desembarco en Veracruz, revelaron lo que quizá fue una carrera contra el tiempo: había que consumar la empresa antes de que concluyera la guerra entre unionistas y secesionistas norteamericanos, y antes de que se produjera la unidad alemana bajo la égida de Prusia. A medida que transcurrían los meses y los años, fue aclarándose este panorama, en 1862 todavía oscuro. En 1865, Robert Lee rindió el ejército confederado a Ulisses Grant, el comandante unionista, de donde surgió un estado norteamericano más poderoso que el previo a la conflagración. Al año siguiente, Prusia triunfaba en una guerra relámpago contra su competidora Austria-Hungría, colocándose a la cabeza de los estados alemanes y desafiando al Gallo Galo en sus mismas fronteras.
Y bien, esto sucedía en el ámbito mundial. Las piezas del tablero ya no eran las mismas en las que descansó la jugada triunfal de Napoleón III. La oportunidad había pasado y los “pantalones rojos”, como los llama con cariño la emperatriz Carlota, comenzaron a preparar su regreso. ¿Dónde había estado la falla? Quizá la clave estaba en el error de cálculo y de concepción manifiesto en el comunicado del Conde de Lorencez, comandante de las fuerzas expedicionarias: “Somos tan superiores a los mexicanos, en organización, en disciplina, raza, moral y refinamiento de sensibilidades, que desde este momento, al mando de nuestros 6 mil valientes soldados, ya soy el amo de México”. Quizá también en el acierto del embajador mexicano De la Fuente, juzgado como loco cuando advirtió en París: “No luchen contra mi patria, porque es invencible”.
Fue el mismo error que cometieron los norteamericanos un siglo después en Viet Nam: la subestimación y el menosprecio de los pueblos, capaces de movilizar energías colectivas y poner en pie, después de cada derrota a una nueva guerrilla y finalmente a un nuevo ejército. A diferencia de las tropas norteamericanas, cuyo objetivo en 1846-48 fue ocupar el corazón del país, las francesas en 1862-66, quisieron apoderarse de manera permanente de cada ciudad que tomaban. Los norteamericanos querían el Gran Norte, como se le llamaba al territorio al otro lado del Bravo desde la colonia. Los franceses querían todo: un protectorado y al final una anexión. Se emplearon a fondo con más de treinta mil soldados de la élite, más sus aliados del antiguo ejército conservador mexicano. Ganaron casi todas las batallas, pero nunca pudieron asentarse con firmeza en ninguna parte. Los guerrilleros chinacos cumplieron casi a la letra el objetivo estratégico diseñado por el gobierno de Juárez: “Que los franceses y traidores sean dueños sólo del terreno que pisen”.
Militares y políticos franceses, clérigos y diplomáticos del Vaticano leyeron mal la coyuntura histórica mexicana. No era igual 1847 a 1862. En el curso de los tres lustros que siguieron a la derrota frente a Estados Unidos, se había producido una revolución triunfante, después de una guerra sangrienta, que dio como resultados principales la victoria del partido liberal, integrado por grupos y clases emergentes, comprometidos hasta la muerte con la nueva nación. El ejército profesional y el clero dueño de riquezas y conciencias, salieron de la contienda disueltos o maltrechos. Existía ahora un Estado nacional que contaba con una gran base social. Lo representaba y conducía una dirección de manos firmes, experimentada y con miras a largo plazo. También fue subestimada por los europeos, a pesar de que había dado muestras de enorme talento para moverse en las desfavorables aguas de las contradicciones internacionales. Apenas en los últimos meses de 1859 y primeros de 1860, cuando parecía que sucumbiría frente a los proyectos intervencionistas de España y Estados Unidos y las derrotas militares, Juárez y sus ministros sortearon la crisis, jugaron a poner una frente a otra a las dos potencias, ganaron tiempo y al final salieron victoriosos.
El “enemigo pequeño” que imaginaban los franceses no existía. Sus líderes le apostaron a la derrota rápida y fulgurante sobre los mexicanos, éstos a la resistencia larga, a la “guerra de la pulga”, sintetizada por la frase de Juárez al abandonar el palacio nacional rumbo al norte: “Cuando los franceses tomen la Ciudad de México, la guerra no habrá hecho sino comenzar”. Era la confrontación entre una nación emergente y el colonialismo que paseaba sus banderas por todo el mundo, saqueando riquezas y realizando guerras de exterminio. A diferencia de otros pueblos, el mexicano ganó la batalla. Los vietnamitas en cuyas costas igual desembarcaron los soldados de Napoleón III por los mismos tiempos, tardaron noventa años en expulsarlos, sacrificando a millones de vidas.
Como se ve, en la pequeña villa ubicada en la banda derecha del Río Bravo, se condensaba un nudo de contradicciones mundiales. Lo que aquí sucedía, era al mismo tiempo un acontecimiento de la historia local y de la universal. La micro y la macrohistoria fundidas.