Monterrey.- Peter Senge, científico estadounidense, habla del aprendizaje autorganizacional y la gestión del conocimiento. Bien podemos trasladar su tesis a la sociedad: aprendemos colectivamente. De esta pandemia, hace menos de dos años no teníamos la menor idea. El Covid-19 más que un virus, era un misterio.
Los primeros vecinos que salían con cubrebocas a la calle o al supermercado eran vistos como bichos raros. Por una extraña asociación de ideas (o prejuicios) los estantes se vaciaron de rollos de papel higiénico. ¿Cuál era la relación entre el Coronavirus y el papel de baño? Después lo supimos: ninguna.
Al paso de los meses, aprendimos más sobre este virus y a capotear sus mutaciones. En esas andamos. La gestión del conocimiento avanza lento, pero a pasos largos. Ahora lo mal visto es que algún excéntrico se abra paso en una muchedumbre sin cubrebocas.
Y al contrario: caíamos en la cuenta de que usar tapetes sanitizantes en las entradas de los locales públicos, estaba de más. Simplemente no servía para nada.
También aprendimos socialmente que hay que estar con un ojo al gato y otro al garabato: cuidar la salud sin desatender la economía. De nada sirve un no-contagiado muriéndose de hambre por falta de trabajo. O al borde de la locura por no tener sustento qué llevar a la familia.
De igual forma aprendimos a aprovechar las mesetas de contagios para mejorar los envíos a domicilio y la educación en línea.
Avanzamos en las técnicas de home-office y de distancia social. El protocolo de saludar sistemáticamente de beso (que los europeos dobletean en los cachetes del prójimo), simplemente redujo su frecuencia.
No negaremos que siempre habrá malhoras: los renegones del aprendizaje colectivo. Y los que inventan soluciones exóticas. Ni modo: de eso se trata la democracia.
Añado que también los virus, a su manera, cumplen procesos de autoaprendizaje. No son ciertamente seres vivos, pero luchan por no desaparecer. De una mutación a otras, el virus aprende que si mata el organismo donde se aloja, se muere él también.
Así que en sus nuevas variantes, el virus aprende a respetar la vida de su víctima. Baja su letalidad, para quedarse para siempre entre los seres vivos en calidad de enfermedad estacionaria.
El virus parece decir: si liquido al rehén, me quedo sin recompensa.
Como la mayoría de las personas, los padres de familia ya aprendieron a medir riesgos en torno al Covid-19.
Pueden tomar sus decisiones a partir del conocimiento y la experiencia reciente. Dice la Biblia: “¿Qué padre de vosotros si su hijo le pide pan, le daría piedra?”
Dicho de otra forma: no culpemos al gobierno de decidir si lo que le damos a nuestros hijos es piedra en forma de pan. Eso es paternalismo estatista.
Bien por el gobernador Samuel García con su iniciativa de llevar en autobuses a chicos y grandes a vacunarse en la frontera y dejando que sean los padres de familia quienes tomen sus propias decisiones de mandar a sus hijos a la escuela o dejarlos en casa.
Cada hogar es un mundo. Pensemos con madurez, y afrontemos las decisiones que tomemos por el bien de nuestros propios hijos.
Si los padres de familia se lavan las manos, que sólo lo hagan como medida preventiva contra el Ómicron, y no como Poncio Pilatos, para quitarse una responsabilidad que es exclusivamente suya.