Esa reformulación se enmarca en los objetivos de la Agenda para el Desarrollo Sostenible 2030 de la ONU; concretamente: Poner fin a la pobreza y el hambre en todas sus formas, así como velar para que todos los seres humanos puedan explotar su potencial con dignidad e igualdad en un medio ambiente saludable. Los Objetivos del Milenio planteaban hace dos décadas algo semejante. Nadie se atrevería a afirmar que se hayan cumplido en sus mínimos. Más bien se puede decir que han fracasado.
Si las agendas de la ONU y sus organismos especializados tuvieran cierto margen de concreción, no seríamos testigos del mundo en que vivimos. Pobreza –al grado de causar hambrunas en algunas regiones–, violencia, emigración, racismo, discriminación social y, junto a ello, destrucción de recursos naturales (aguas, oxígeno, suelos, flora y fauna). Las consecuencias de esto último se comenzaron a sentir hace ya medio siglo: alteración en los ecosistemas naturales, extinción de especies, calentamiento ambiental. Y frente a unas y otras realidades, la incapacidad de los gobiernos para evitar profundas lesiones a la humanidad y a su hábitat.
En el último decenio del siglo XX, el balance sobre la educación que hacía la ONU, después de cuatro décadas de la Declaración Universal de Derechos Humanos, era francamente sombrío. Entre la población sin acceso a la escuela, analfabetos y ayunos de lectura y acceso a las tecnologías de la información, más de un tercio de la humanidad se hallaba al margen de los beneficios de una educación útil para la sobrevivencia digna y la capacidad de participar en cualquier cambio.
Pronto aparecieron las iniciativas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que convirtieron a las instituciones de educación superior en maquiladoras cognitivas al servicio del mercado global. Las universidades fueron su blanco preferido. Un blanco al que habían preparado ciertos gobiernos, como el de Pinochet en Chile.
En la sostenibilidad ve la Unesco el gran recurso, si no es que la panacea, para evitar el deterioro creciente del planeta y de la humanidad que lo habita. Y llama a que la educación superior sea la que aporte las condiciones adecuadas para conseguir ese objetivo.
En su expresión más avanzada y consciente del suelo que pisan, los movimientos universitarios en el subcontinente americano –por lo general contrainstitucionales–, desde la reforma de Córdoba de 1918 han producido cambios cualitativos en la enseñanza superior y en el tejido político y social.
El espíritu de esa reforma –un espíritu imaginativo y democrático– se vino manifestando con gran vigor en varios países de América Latina durante las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado. Con frecuencia increíble, la respuesta de los gobiernos a las demandas universitarias era balazos y bombazos. Como editor de la revista Universidades, el órgano de difusión de la Unión de Universidades de América Latina y el Caribe (Udual), me tocó conocer a numerosos y distinguidos universitarios que encontraban asilo en México debido a la violencia y la persecución de que eran objeto en sus naciones. Algunos de ellos nutrieron mi programa La universidad latinoamericana, que era difundido por Radio UNAM. Ambas instituciones, la Udual y Radio UNAM continúan siendo baluartes de lo mejor que ha producido el espíritu universitario de Córdoba.
Al contenido de la convocatoria de la Unesco, la propia Udual propuso un punto de vista específico sobre sus ejes temáticos. Esa especificidad geohumana se refería al ámbito de América Latina y el Caribe. Y en ella había una valoración insoslayable que no estaba en el documento oficial de la Conferencia. El énfasis de la Conferencia estuvo puesto en el covid-19 y sus efectos en la educación superior. “La educación superior en el mundo entero –dice el documento de la Udual– se ha visto afectada profundamente por la pandemia que, conviene recordar, surgió en un momento en el que enfrentábamos otra crisis sistémica derivada de un modelo civilizatorio excluyente y depredador, que afectaba de distintas maneras a nuestras universidades”.
Tal modelo excluyente y depredador, al que los numerosos eventos de la ONU suelen no aludir y menos llamar por su nombre, es el que las universidades de América Latina y el Caribe deben cuestionar, so pena de ser cómplices de sus efectos contrarios a la vida y la naturaleza. No hay recetas para ello, pero con alentar el debate, la duda (No nos enseñan a dudar, se quejaba Ortega y Gasset), el análisis de los problemas reales, la solidaridad con las causas que buscan su solución y la elaboración de propuestas que sirvan a ello, se logrará que la educación por competencias –cara a la OCDE– modifique su carácter conductista, por uno de crítica y discusión abierta al examen y al cambio.
Las universidades de América Latina y el Caribe no pueden atenerse a las decisiones de los organismos polinacionales que dominan a Occidente. Los suyos son problemas que esos organismos no han podido resolver a lo largo de tres cuartos de siglo.