.…las ciudades destruyen las costumbres.
José Alfredo Jiménez
Monterrey.- En concordancia con la tradición alimentaria en las zonas ganaderas del país, los habitantes del noreste del estado siempre se han distinguido por preferir la carne roja de animales domésticos con pezuña hendida, como herencia judeo/sefardita, incluyendo –paradójicamente– también al puerco.
Entre las actividades que vinieron a fortalecer la economía de pueblos como General Treviño, Nuevo León, a mediados del siglo pasado, destaca la del desarrollo de las carnicerías, que aun teniendo rasgos característicos de una organización comercial simplificada, pudo servir eficazmente para aprovechar la producción ganadera de la zona.
Desde aquellas colonizacines tardías del siglo XVIII, cuando se fundó el Puntiagudo, y a lo largo de ocho décadas de vida municipal a partir de 1868, al declararse Villa de General Treviño, la actividad económica tuvo un carácter productivo primario, y un sistema comercial incipiente; es decir, la generación y distribución de los productos del campo en general, se realizaron bajo un orden económico en transición, que pasó de un sistema comunitario hacia la incipiente práctica mercantil, donde se recurría eventualmente al trueque, porque todavía en los años de la segunda Guerra Mundial, aún se carecía de normas cambiarias actualizadas.
La venta de ganado en pie como mayoreo, y la distribución de carne fresca al detalle, tuvieron peculiaridades que prevalecieron hasta mediados del siglo pasado en el medio rural. La mejora tecnológica y su influencia cultural determinaron hábitos de compra innovadores y prácticas comerciales actualizadas, pero siempre adaptadas a las tradiciones alimenticias.
La carne de res acostumbrada provenía de ganado maduro: vacas, vaquillas horras, novillos y bueyes; las reses tiernas no gustaban, los becerros llegaban castrados a ser novillos, y las hembras fértiles se reservaban para reemplazo de vientres maduros. El proceso iniciaba con la selección y trato entre el comprador y el ganadero; el traslado arriando a caballo, en mancuernas, desde los ranchos hasta el patio de la carnicería.
Por mucho tiempo las reses fueron sacrificadas, descueradas y destazadas a la intemperie, por la mañana y a la vista de clientes, curiosos y acomedidos; luego pasaban a las marquetas (anglicismo regional, de market, aplicado a las carnicerías de entonces) donde se despachaba en bocados –amarrados con tiras de pita o hebras de arpillera– a precios por kilo, establecidos según sus cualidades y sabor. Los cortes de carne eran a cuchillo y para los de hueso usaban un hacha de mango corto. De los dentros, o sea, la asadura (bofes, comalilla y corazón) –excepto el hígado, que se vendía en partes– los chongos y pepenas, servían para chicharrones, que por lo regular se vendían a media tarde; la panza y las patas eran para preparar menudo al mayoreo o casero; las tripas, ya limpias se inflaban y secaban, servían para empacar chorizos de puerco y mixtos; de la cabeza, los chamorros y el pescuezo se hacía la barbacoa; al cuero extendido se esparcían terrones de sal burda, y ya doblado, se llevaba al centro de acopio de pieles para curtir.
Cabe destacar que, como indicador de su importancia sobre el valor agregado local, las carnicerías llegaron a representar la cuarta parte de las recaudaciones municipales, vía el cobro de impuestos por degüello adicional a la cuota comercial fija; para el cobro del impuesto por res sacrificada, la tesorería municipal extendía una boleta basada en el reporte del empleado (o policía), donde se detallaban género, color del pelo y señal de la ganadería originaria.
Hubo dos tipos de carnicerías: una de carne de res, junto al comercio de abarrotes; y la otra, dedicada integralmente la venta variada de carne y sus derivados, como chicharrones, mantecas de res y puerco, chorizos y barbacoa; por experiencia remota se tenía que, a la falta de recursos útiles para conservar la carne, existía la técnica de cecinarla y secarla al sol; este llegó a ser el producto más rentable, al grado de haber establecimientos que reservaban lomos y piernas para hacer carne seca; y sólo el resto del animal lo vendían de manera normal.
A partir de la década de 1950, hubo una transformaron sustancial en las carnicerías del pueblo. Las costumbres de venta y consumo fueron influidas significativamente por el crecimiento de las ciudades cercanas, el cada vez más claro predominio de los hábitos norteamericanos y la llegada de servicios públicos.
La preferencia por carne de res de animal grande –criado en agostadero– se cambió por la de animal tierno –engordado artificialmente–; el sacrificio de reses en los patios pasó a realizarse en las instalaciones del rastro municipal; la carne en bocados cambió a cortes finos, y pudo conservarse fresca, gracias a la llegada de sierras eléctricas y vitrinas refrigeradoras.
La publicidad, que por tradición se iniciaba desde la exhibición –uno o dos días antes– del animal amarrado en corto al tronco de un mezquite, y la pequeña bandera roja de vara corta colocada hacia la calle la tarde anterior al sacrifico, cambió por el anuncio con la frase vía sonido amplificado: “atención, pueblo en general: el señor […] hace del conocimiento (sic) al pueblo en general que ya está para la venta carne de res fresca y gorda en su carnicería; si desea conseguir carne de res fresca y gorda, visite la carnicería del señor […]”
Actualmente, las carnicerías por lo regular son pequeñas unidades productoras de carne seca machacada, o en greña, de res y empacada para su distribución entre una clientela suficientemente estable. Últimamente, la carne fresca se acostumbra vender de manera semejante a la de las zonas urbanas.