Monterrey.- Esto de la pandemia no los detiene. Son como los ratones alcanzando el queso sobre el mecanismo de la ratonera. Unos con trapos en la cara, otros sin ellos creyéndose invencibles. No deja de entrar ni de salir gente de la estación del metro, se pasean con gusto, como si salir los liberara. Ya los veremos en las fiestas de -ffff- Navidad. Si… como ese ratón, que está feliz tomando el queso de la trampa… felicidad que dura hasta que la trampa hace: ¡pas!
Soy el Diablo y me gusta pasear por la ciudad, éstas son mis crónicas.
Acabo de cruzar la avenida Padre Mier, la señora que vendía cubrebocas frente al Sears, que estaba cerrado, me miraba muy feo… como si supiera quien soy… o como si me echara la culpa de lo que pasa. Bueno, eso sucede porque el de allá arriba hizo al ser humano polarizado para ver tan solo en blanco y negro, lo bueno y lo malo… Y yo ya estoy etiquetado. La señora que vende los cubrebocas aún me mira desde el otro lado de la calle. No sabe lo que soy, pero supongo que lo siente, hay muy pocos que pueden hacerlo.
Eso, aunque no lo crean, me hace sentir como en casa. Además, las calles tan calientes, porque se les ocurre hasta ahora plantar unos cuantos árboles. El ruido de los camiones, que emulan muy bien esos gritos ahogados de las almas en pena. Un taxista, que le da el paso a una pareja de ancianos, pero que ni así se ganará el cielo porque ya está condenado. Basura, que está ahí en el suelo porque las personas piensan que en algún momento alguien la tiene que levantar. Esos olores, ese gris en el aire que te mancha los pulmones. Si… esto no le pide nada al inframundo.
Cruzo Juárez y desde las puertas de un banco advierto que la mujer me sigue mirando, así que regreso y la enfrento. Digo… el andar caminando por ahí sin hacer nada tampoco es de mucho provecho y en algo me tengo que entretener.
―Dígame sí se le ofrece algo ―le digo a la señora una vez que la tengo enfrente. Estaba dispuesto a darle lo que me pidiera.
―No trae cubrebocas ―me dice sin dejar de mirarme, como si el vender a pesar de que mandaron cerrar negocios le diera un poder infinito―, ¿se quiere enfermar? ¡Llévese uno por treinta pesitos!
Le doy los treinta pesos de mala gana y escojo un cubrebocas con la imagen de un diablo mal pintado. Ella asiente al tomar el dinero y deja de verme. Me echo el cubrebocas a la bolsa del saco y a la mujer ya no le importa. Luego me doy cuenta que ella mira a otro sujeto que viene caminando, el sujeto la mira y ella le grita: “¡No trae cubrebocas!”. El sujeto, con algo de pena, se acerca a comprarle uno.
Sigo mi caminata por la ciudad de Monterrey. Pensativo. Nunca he sido buen vendedor, de hecho, mis ideas me tienen donde estoy. Lo bueno es que el infierno no ofrece servicios y la gente llega a hospedarse de forma permanente por sí misma. Si fuera de otra manera, no vendería ni una entrada.