No siento remordimiento al dejar las librerías de viejo, ya que en mis muchas inspecciones a tales cuevas platónicas tropecé con objetos de enorme valor lúdico que conservo en mi muro literario o que también regalé en agradecimiento. Por ejemplo, en la librería de Adrián, dentro del Mercado Juárez, hallé el “Nostromo” de Joseph Conrad, pegado en el fondo de un estante vencido por el moho. Sabía que mi amigo J.C. lo deseaba como si fuera el Anillo Único; por lo tanto, le regalé ese ejemplar. Tampoco me arrepiento de tal acción, ya que J.C., en reiteradas ocasiones me tomó por sorpresa con varios regalos en físico y en metafísico (regalos para el pensamiento). Recuerdo que en una de mis escapadas a la librería que mira hacia la plaza de Villa de Guadalupe, detrás, hacia los escombros de las enciclopedias sobre guerras mundiales, encontré moribundo al “Archipiélago Gulag”, edición Plaza & Janés; el dueño de esa librería conseguía más recursos al usar su fotocopiadora que vendiendo papiros empolvados, pero él disfrutaba tener invitados para recomendar lo que llegaba; su hija heredó la esquina comercial junto con el disparatado negocio de la compra/venta. También la librería de Max (calle Guerrero) fue revisada, localicé muchos clásicos a precio de broma, hallé una población de la colección “Sepan cuántos...” y coqueterías como “Rojo y Negro” de Stendhal en una güera y chaparrita edicion de Austral.
Mientras lucho contra el insomnio confirmo la idea de prescindir de las librerías antiguas regiomontanas (menciono regiomontanas porque supongo que en CDMX, París y Nueva York tienen calidad de títulos para presumir, tan solo saber de su historia, como el Shakespeare and Company propone motivación de viajar para verlas en vivo y a todo olor/color) porque sería como palomear las barajitas repetidas; además, en sus mesas principales colocan los géneros de superación o de bestseller genéricos, con los que dejé de identificarme desde que me presumo como un adulto. No les recrimino, la idea primordial es sacar para la papa antes de ponerse la medalla de “yo entrego cultura y conocimiento”; el dueño de la Librería Cerda está más que enterado sobre ese aspecto. Para explicar mejor la variable de selección de títulos: es difícil conseguir cosas de editoriales como Anagrama o Cátedra en las librerías de viejo; por este motivo uno recurre a Mercado Libre, o bien a las comunidades libreras en Facebook, que también aportan una red social que amerita mención.
A propósito de Mercado Libre, la plataforma apoya a un nicho nutrido de vendedores de libros usados con ideales comerciales iguales que los viejos. Son vendedores esparcidos por todo el país, que no necesariamente manejan una dirección fiscal, sino que desde sus bibliotecas personales sueltan joyas como la que recién atrapé. A cierto lector con gustos similares se le ocurrió vender el célebre “Conversación en la Catedral”, de Vargas Llosa, por el motivo cualquiera: ya sea porque necesita dinero para la lujosa cédula profesional, o nada más porque tiene una copia extra, o sin complicarnos la imaginación, tal vez se lo robó de la biblioteca donde cohabitan fantasmas y locos. La novela del autor peruano ahora es parte de mi librero.
A final de cuentas el lector cubre sus necesidades y gustos, modificados de vez en cuando por la cambiante vida que cargamos y por la incesante comodidad en la que estamos acostumbrados sin darnos por enterado. Usamos las mejores herramientas a nuestro alcance para obtener las anheladas gotas de serotonina lectora.