PEREZ17102022

LIBROS DE TEXTO, 2
El cuaderno de mi abuela
Víctor Orozco

Ciudad Juárez.- Mi abuela Julia Franco viuda de Orozco, fue maestra de primaria de 1908 a 1965; los primeros 47 años en escuela públicas y los últimos diez en el Colegio Palmore de la ciudad de Chihuahua. Le tocaron todas las etapas y reformas de la educación, incluyendo una orilla de la época porfirista. Anduvo con sus trebejos escolares de un pueblo a otro durante los diez años que duraron los enfrentamientos armados en el distrito de Guerrero, Chihuahua. Leyó y repartió las sencillas ediciones de los clásicos grecolatinos en las publicaciones masivas que realizó la Secretaría de Educación Pública recién creada, en los tiempos que la dirigió José Vasconcelos. Aprovechó las escuelas normales rurales fundadas en la década de los años veintes y treintas para enviar allí a sus alumnos destacados. Durante la fase de la educación socialista del cardenismo, dirigió aquellas escuelas campesinas en las que maestros y alumnos criaban animales domésticos y cultivaban la parcela escolar que por obligación tenían todos los ejidos. Y alcanzó todavía a usar los libros de texto gratuitos establecidos en 1959 por Jaime Torres Bodet.

Además de la nutrida memoria oral que el trabajo de esta maestra dejó en varias generaciones, se conserva un gran cuaderno de pastas duras con fechas del año 1920 y otros sucesivos, en cuyas páginas aparecen numerosos manuscritos referidos a las tareas docentes. Cuando examino los libros de texto que se utilizarán próximamente, coloridos, informados y llenos de referencias para profundizar en los conocimientos y los comparo con los modestísimos recursos que los esforzados maestros disponían hace un siglo, me maravillo de los cambios. Y también me asalta esta combinación de sensaciones que provocan los documentos antiguos: curiosidad, asombro, entusiasmo, ansias por adentrarse en el pasado y revivir los pensamientos y emociones de quienes protagonizaron los hechos, en esta ocasión de los docentes desafiados por condiciones tan hostiles para ejercer su oficio.

En 1920, el país entero, pero Chihuahua en especial, sufrían los estragos de las guerras civiles y de otras calamidades recientes como la gripe española y las hambrunas. Niños escuálidos y en harapos acudían a los salones de clase, cuando podían y no estaban ocupados en las labores, agregando una tarea a los maestros: perseguirlos hasta los campos y a veces pelearse con los padres con tal de llevarlos a la escuela, para luego cobrar su salario una semana sí y dos no en las magras recaudaciones de rentas. Ni pensar en adquirir libros de texto, primero porque no se conseguían y segundo, porque tampoco había dinero para comprarlos. Así que, se pasaban los libros de mano en mano, se leían en voz alta o se copiaban en los gruesos cuadernos de trabajo.

Esto es lo que contiene el organizado por Julia Franco, directora de la escuela de San Isidro. Están condensadas la enseñanza de las primeras letras, de la aritmética, la física con experimentos caseros, anatomía, biología, botánica, astronomía, historia universal y de México, geografía, geometría, etcétera. Me enteré allí de antiguas e ingeniosas técnicas para enseñar a sumar y restar, como la que emplea el 13 como número clave o de referencia.

La revolución mexicana, como todas las genuinas, vivía su época heroica, algunos de sus protagonistas pretendían cambiar el mundo: repartir las tierras, poner en práctica los derechos obreros, colectivos e individuales, promover el arte y difundirlo entre las masas, escarbar en la identidad de los mexicanos, alfabetizar a niños y adultos, construir escuelas, reformar la educación. Pronto soplaron nuevos vientos en este último campo, entre ellos el que trajo la llamada educación dinámica o activa. Gregorio Torres Quintero, quien se había ganado ya un prestigio como maestro y orientador de la educación desde finales del porfiriato, encontró ahora campo fértil para las nuevas teorías. Julia Franco copió en su cuaderno el folleto completo de este autor “La Escuela por la Acción”, en la cual exponía las bases de la llamada educación activa o dinámica, para superar a la estática o verbalizada. Varias eran las diferencias sustanciales entre ambas:

La estática concebía al niño como un saco al que el maestro, único agente activo del proceso de aprendizaje, iba llenando con piezas de conocimiento. La dinámica, a su vez, buscaba la participación del alumno en equipos, experimentos, observaciones, etcétera. En otro aspecto, se trataba de abandonar el ancestral método de la disciplina –léase castigo– heredado de los misioneros españoles, que se empleaba a toda hora para evangelizar y alfabetizar. Tan generalizada estaba esta práctica, decía Torres Quintero, que el diccionario de la Real Academia Española, consignaba un sinónimo de la palabra “disciplina” como un instrumento de cáñamo, con varios ramales que sirven para azotar. “La letra con sangre entra”, se afirmaba con gran convicción. Por su parte, la nueva tendencia sostenía que nunca se debía pegar al niño y debían emplearse muchos otros recursos para enmendar las falta que cometiera. Entre ellos, el maestro antes debía investigarse a sí mismo y a los padres o tutores para explicar el mal comportamiento del educando, o su incapacidad o negativa para aprender.

Hasta donde llevo expuesto, he tratado de poner en claro cómo en las grandes políticas educativas como la emprendida hace un siglo, son los maestros colocados en la base del sistema, de quienes depende el éxito o el fracaso.

Igual sucederá hoy con la Nueva Escuela Mexicana, cuyos propósitos y postulados encuentran muchas similitudes con la educación activa de la que se hablaba y se intentaba realizar en el pasado.

También, que los cambios en la educación siempre están engarzados con las reformas sociales. Igual hoy que en 1920.