Para: Jesús Rodolfo Rivera Gámiz, Raúl Ramos Zavala, Ignacio Olivares Torres, Miguel y Elisa Irina Sáenz Garza, Jesús Piedra Ibarra, César Germán Yáñez Muñoz, Carlos Arturo Vives Chapa, Nora Rivera Rodríguez, Ignacio Salas Obregón, Carlos Rentería Rodríguez, Salvador Corral García y todos los demás a quienes el PRIgobierno les arrebató la vida o la libertad por soñar y actuar en consecuencia con la construcción de un México justo y feliz.
McAllen.- Colegio Civil, nuestra Alhóndiga de Granaditas. El 18 de enero de 1972 fue uno de esos días que permanecen marcados con tinta imborrable en la memoria. Un día en que los activistas de las diversas dependencias de la UANL nos la pasamos revoloteando en la Plaza del Colegio Civil, nuestra Alhóndiga de Granaditas...
...con un claro objetivo en mente: demostrar nuestro repudio por el salvaje asalto perpetrado por “las fuerzas del orden” contra tres inermes compañeros universitarios la noche anterior en los Condominios Constitución.
Nos encontrábamos ahí para organizar la ira por esa artera embestida desplegada por 500 soldados y policías judiciales totalmente violatoria de las garantías individuales de nuestros tres compañeros.
Indignados, asumiendo el brutal e injustificado ataque como propio, desde temprana hora pequeños grupos y corrillos de estudiantes nos arremolinamos alrededor del Dios Bola, por aquí y por allá para comentar e indagar noticias de la sangrienta balacera en que Jesús Rodolfo Rivera Gámiz, compañero estudiante de Economía, había perdido su vida; otra compañera maestra de Economía y Trabajo Social: Rosa Albina Garavito Elías había resultado gravemente herida; y un tercer maestro de la Facultad de Economía: José Luis Rhi Sausi, se encontraba detenido en las mazmorras de la Judicial, con todas las atroces violaciones a sus derechos humanos que ello llevaba inherente. En las mismas condiciones que este último se encontraban Ricardo Morales Pinal y Jorge Ruiz Díaz, maestros universitarios del Área de Ingeniería y Ciencias Químicas, que habían sido detenidos en esa semana.
Acostumbrados a participar en movimientos contestatarios dentro del ámbito de la política estudiantil, la mayoría de los activistas ahí presentes nos sentíamos rebasados por los acontecimientos. Se trataba de un grupo de maestros y estudiantes de nuestra casa de estudios, y luego supimos que del Tecnológico también, que habían trascendido las pugnas internas del campus. Se trataba de un grupo de patriotas que tras la abyecta cerrazón del régimen tras las masacres de Tlatelolco y del 10 de junio optaron por el camino de las armas para luchar por nuestras libertades democráticas. Esa heroica iniciativa, en un Monterrey de opinión pública desde siempre manipulada por los medios al servicio de la clase dominante, sólo nosotros, sus compañeros, podíamos reivindicarla y en eso andábamos.
Por la noche, todos los estudiantes reunidos en el Aula Magna llevamos a cabo una asamblea. Los efusivos oradores condenaron la ya consuetudinaria violencia del Estado, el desproporcionado, irracional y sobre todo ilegal operativo criminal contra nuestros tres compañeros y sobre todo remarcaron la generosa contribución de nuestros universitarios que habían sido masacrados en aras del cambio de sistema, luchando por un México honesto, digno, libre, justo y feliz. Todos estábamos muy conmovidos.
Uno de los participantes expuso que las autoridades se negaban a entregar el cuerpo de Jesús Rodolfo Rivera Gámiz, que yacía en el anfiteatro del Hospital Universitario, a sus familiares. Otro sugirió que debíamos exigir la entrega de su cuerpo para darle una despedida con honores y ofrecerle nuestros respetos en dos ceremonias luctuosas: una en la Facultad de Economía y otra ahí en el Aula Magna. Un compañero de Medicina expuso que en el Universitario estaba internada Rosa Albina Garavito, debatiéndose entre la vida y la muerte por las heridas infringidas durante el tiroteo, y demandó que exigiéramos los máximos cuidados para ella y una extrema protección a su integridad física, que ya sabíamos cómo se las gastaban los guardianes del orden. Tras sólo mencionar el nombre de Rosa Albina entre los asistentes a la asamblea, como un clamor general, brotó la unísona consigna: ¡Vámonos raza, al hospital! ¡Al Hospital! ¡Al Hospital!
Eran eso de las nueve de la noche cuando un contingente de alrededor de unos quinientos estudiantes nos dirigimos hacia el Hospital cantando consignas por la libertad de los detenidos. ¡Rosa Albina, escucha, el pueblo está en la lucha! ¡Presos políticos, libertad! Primero avanzamos sobre Juárez hacia el norte y al llegar a la Calzada volteamos a la izquierda rumbo al Hospital. Al llegar al atrio poblado de palmeras del Universitario improvisamos un mitin.
Tras escuchar las intervenciones de varios compañeros entré al Hospital y preguntando localicé el cuarto colectivo en que se encontraba Rosa Albina. En la puerta había sólo un policía haciendo guardia. Hablé con él. Me identifiqué como una prima y le dije que era la única familiar que tenía en la ciudad, que ella era de Mexicali y que debía verla por encargo de los tíos que ya venían en camino y que estaban muy preocupados. Le dije que podía revisarme. El agente debió tener buen corazón, porque me dijo que no era necesario y milagrosamente me dejó pasar.
Me senté en una silla junto a la cama de Rosa Albina, que parecía estar dormida. La sábana le cubría hasta el cuello y tenía vendada también la cabeza. No sabía si estaba inconsciente, sedada o en coma, pero busqué su mano, la que no tenía conexiones intravenosas y se la tomé. Acariciando su mano, le dije las cosas más tiernas y dulces que se me ocurrieron, como que no estaba sola en esos momentos; que no pensara ni por un minuto que su valiente sacrificio había sido en vano, que había cientos de estudiantes en la parte frontal del Hospital echándole porras, honrando su nombre, su lucha y su compromiso, que era el de todos nosotros quienes la admirábamos profundamente; que todo el país estaba pendiente de su salud y que los mexicanos conscientes sentíamos una adhesión y un cariño inmenso hacia ella y un gran amor por su entrega ejemplar. Nunca abrió los ojos y esa fue la única vez que la vi en persona. Nunca supe si se percató de mi visita. Con el paso de los años me enteré de su trayectoria cuando integró aquella agencia de prensa obrera en Italia, su dirección en la revista El Cotidiano en la UAM, su paso por el Congreso, su renuncia al PRD, en total coherencia con sus principios.
Al leer recientemente su libro Sueños a prueba de balas, no menciona ese breve encuentro. Tal vez por pudor ante tanta cursilada que le solté, pero que fue la sincera y honesta expresión de un corazón lleno de admiración y agradecimiento. Me despedí de Rosa Albina con un beso en su mejilla y con un grupo de compañeros me dirigí al anfiteatro. No nos dejaron entrar. Mireles, un estudiante activista de la Facultad de Economía, más tarde me dio a guardar una bolsa de plástico. Me dijo que la conservara unos días, mientras llegaban sus familiares, después pasaría por ella a la casa en que vivía por ese entonces por Jiménez, entre Tapia y M.M. del Llano. Era la última ropa interior que usó Jesús Rodolfo Rivera Gámiz: una camiseta y un calzoncillo tipo trusa color blanco, completamente ensangrentados. La camiseta tenía varios agujeros, con aristas negras por donde habían penetrado las balas a quemarropa.
Según una versión de los hechos, que circuló con fuerza tras la ofensiva bestial a los Constitución, la muerte de Jesús Rodolfo fue un crimen totalmente injustificado, desde el punto de vista jurídico, ya no digamos moral. No hubo orden de cateo, no hubo Estado de derecho, sólo un ajusticiamiento del tipo que ejecutan escuadrones de la muerte. Las fuerzas arbitrarias del PRIgobierno lo asesinaron para explicar la muerte de un elemento policíaco que fue eliminado en la enloquecida refriega de balas por viejas rencillas personales entre dos grupos de los propios agentes. En el inexistente fuego cruzado, sólo quedaron huellas de los balazos en una sola dirección, tres policías más resultarían gravemente lesionados.
Vecinos de los Condominios que fueron testigos, en reportajes posteriores, aseguran que los muchachos no opusieron resistencia alguna, que vieron salir a Jesús Rodolfo con las manos en alto y no con una metralleta disparando, como consigna el informe oficial. Seis meses antes, el 20 de julio de 1971, sí había habido un enfrentamiento a tiros de la policía judicial con otro grupo guerrillero bajo la dirección de César Yáñez, en una casa de la Colonia Linda Vista, en donde hubo la pérdida de un agente, por ello la obtusa jauría de policías no creyó los gritos de los tres compañeros al interior del Departamento, quienes les reiteraban que estaban desarmados, que iban a salir con las manos en alto.
[Mañana: Parte II.]
(Publicado originalmente en el 15diario del 1º de octubre de 2015.)