GOMEZ12102020

Los primeros 100 años en las relaciones Juárez-El Paso
(Primera de cuatro partes)

Víctor Orozco

Ciudad Juárez es:
La nostalgia por el terruño o la ansiedad por entenderlo,
La curiosidad que despiertan el choque y entrelazamiento de culturas,
La condensación de muchas matrices en un solo sitio,
La mala fama de ciudad del vicio y la violencia...
O la buena de tierra amigable y generosa,
La bien ganada nombradía de espacio para los experimentos o de anticipo de los cambios,
La frontera que se borra y reaparece a nuestro paso…

Víctor Orozco

Ciudad Juárez.- Los comienzos. En 1848, se estableció la frontera entre los dos países en la antigua villa del Paso del Norte, fundada como establecimiento hispánico casi doscientos años antes. (Vale recordar que en los dominios españoles, tanto en la porción peninsular como en las Canarias y en América era común poner el nombre de “El Paso” a poblaciones ubicadas en lugares de tránsito como vados de ríos, salidas de cañones, separaciones o aperturas de cordilleras, etcétera.) Inmediatamente después de fijada la demarcación internacional, se comenzó a edificar un nuevo asentamiento en la banda izquierda del Río Bravo, al que los comerciantes y agricultores norteamericanos recién llegados le llamaron inicialmente Franklin, para recuperar muy pronto su antiguo nombre castizo de El Paso, en un acto que algunos chihuahuenses de finales del siglo XIX tenían como un “flaco favor” que nos hicieron los anglos. Desde entonces, entre ambas poblaciones se desplegó una complicada relación de choque y entrelazamiento a la vez. Andando el tiempo, las dos poblaciones crecerían en forma dispareja, según la influencia de factores diversos: llegada del ferrocarril, guerras y revoluciones, políticas fiscales de ambos gobiernos, desarrollo económico e industrialización. De los modestos villorrios que eran ambos unos veinte años después de fundado El Paso, Texas, se han convertido hoy en una conurbación internacional que tiene unos dos millones de habitantes, correspondiendo unos 800,000 a la norteamericana y 1,600,000 a la mexicana, según los censos oficiales de ambos países, aun cuando algunos otros cálculos consideran que Juárez sobrepasa esta cantidad. Hasta donde sé, en ninguna otra frontera del mundo existe una aglomeración de estas dimensiones.

Con el corrimiento de la línea fronteriza, la villa de El Paso del Norte se transformó en uno de los principales puertos de entrada a México y su aduana en una copiosa recaudadora de impuestos para el siempre ávido y vacío erario de la federación. Vino a sustituir a la villa de Santa Fe, capital del estado del Nuevo México, que de 1821 hasta la conclusión de la guerra recibía al creciente número de caravanas o trenes de carros que transportaban toda clase de mercaderías desde San Luis o Kansas a territorio mexicano. Paso del Norte les pareció casi el paraíso a varios viajeros europeos que la visitaron por esta época y sobre todo a los voluntarios misurianos que la ocuparon en diciembre de 1846; fue de allí en adelante el mejor exponente de la frontera. Sus vinos, que según el barón de Humboldt no había mejores en toda la Nueva España, fueron quizá la base en donde se fincó su posterior fama como lugar donde se libaba en abundancia. Y hasta la fecha. También se distinguían sus tierras, por estar entre las más feraces de las conocidas: productoras de uvas, manzanas, algodón, maíz, trigo, frijol, cosechas que hacían de la región un envidiable emporio agrícola, cuya duración se prolongaría por más de un siglo.
Apenas unos lustros antes, en 1823, os ayuntamientos del río Bravo surgidos durante el segundo período de vigencia de la Constitución de Cádiz en 1820, habían decidido pertenecer, por voluntad propia, a la provincia de Chihuahua y separarse de la de Nuevo México. (En esta jurisdicción existían tres: el primero ubicado en la cabecera, el pueblo del Paso del Río del Norte, el segundo en el Real de San Lorenzo y Senecú y el tercero en Ysleta y Socorro). Distaban unas noventa leguas de la villa de Chihuahua y unas ciento cincuenta de la de Santa Fe y aunque los vecinos mantenían con los de ambas fuertes lazos de familia, económicos, políticos y culturales, resolvieron unir su suerte y su destino al futuro Estado de Chihuahua, quizá por comodidad o por la intensidad de sus relaciones con la capital. Impedidos a pensar por cuenta propia en materia política y menos a decidir durante todo el período colonial, apenas tuvieron el derecho de hacerlo, los paseños se la tomaron en serio; se juntaron, deliberaron y adoptaron determinaciones trascendentales.

La villa de Paso del Norte, se ubicaba en el epicentro del hábitat de las naciones indígenas rebeldes, sobre todo de los apaches. En 1810, fue la sede donde se ajustaron las paces entre el gobierno virreinal y varias parcialidades indígenas, después de varias décadas durante las cuales el Norte de la Nueva Vizcaya había sido devastado, según los informes rendidos por todos los viajantes y funcionarios de la época. La paz, aunque precaria, duraría hasta 1831, año en el cual se reiniciaría la guerra cuyos fuegos ya no se apagarían hasta medio siglo después. De allí en adelante, en cualquiera de los parajes aledaños a la Villa, podían asechar a los viajeros que transitaban desde de Chihuahua hasta Santa Fe o a las ricas minas de Santa Rita del Cobre, que surtían de este metal a buena parte primero de la Nueva España y luego del México independiente. A tal grado llegaba su audacia, que dejaban pasar a los carromatos que venían de regreso gritando a sus conductores que los apaches no comían cobre, pero que ya los esperaban cuando volvieran cargados de piloncillo y aguardiente, que eran por cierto, caros al gusto de las familias apaches.

EL TRATADO DE PAZ Y LOS CONFLICTOS POSTERIORES
A la firma del tratado de Guadalupe Hidalgo se convino en que el pueblo de El Paso del Norte quedaba en la frontera entre ambos países, aunque las coordenadas con las que se identificó su ubicación resultaron bastante inexactas. Por su lado occidental se extendía un amplísimo territorio que llegaba hasta los márgenes del rio Gila, de manera tal que la línea fronteriza, en su mayor parte era fluvial y solo en un pequeño tramo era terrestre, el que mediaba entre aquel río y el Bravo o Grande. Allí se ubicaba la región conocida como la Mesilla, en la cual se fundaron tres colonias con nuevo-mexicanos reacios a convertirse en norteamericanos, por lo cual decidieron trasladarse con sus familias al estado de Chihuahua. Pero en 1853, al gobernador norteamericano del territorio del Nuevo México, contra todas las evidencias de hecho y de derecho, le plugo que la frontera corría mucho más al Sur y que abarcaba quizá otras 100,000 millas cuadradas de territorio mexicano, que eran por casualidad las mejor ubicadas para trazar el ferrocarril hacia San Francisco. Amenazó invadir y recibió una inmediata respuesta del gobierno de Chihuahua y de los vecinos de Paso del Norte.

En una larga carta del gobernador chihuahuense a su contraparte, le denunciaba su bárbaro procedimiento y le comunicaba su decisión de resistir: “…México ha dado repetidas pruebas de que desea conservar la paz aún a costa de sus derechos frecuentemente menospreciados; pero sería indigno del título de nación si permitiera atropellar su dignidad violentamente y sin visos de razón”. Se organizó la defensa y a la villa llegaron las tropas con el ilustrado gobernador Ángel Trías a la cabeza, quien necesitado de recursos, tomó los de la aduana y cobró a los comerciantes norteamericanos los impuestos federales, que luego tuvieron que pagarlos de nuevo en Chihuahua a los recaudadores del gobierno de Santa Anna. Dispuestos ambos bandos a recomenzar la guerra, llegó la orden del dictador mexicano para que las tropas se retiraran porque La Mesilla había sido finalmente vendida al gobierno de los Estados Unidos en 10 millones de pesos. Fue un trato aceptado por México con una pistola en la sien, pero en nada desagradable al gobierno santanista, que esperaba fortalecerse con el dinero fresco del inicuo pago. Nos quedamos así sin las minas del cobre y sin los castores y nutrias que abundaban en el rio Gila y cuyas pieles causaban furor entre los aristócratas europeos, tanto, que a los pocos años los cazadores consiguieron casi extinguirlos.

Por entonces se acreditó en la villa un cónsul norteamericano, además del existente en la ciudad de Chihuahua desde 1826. Casi siempre era algún comerciante avecindado en México después de la guerra y que combinaba sus negocios particulares con la prestación de servicios requeridos por el departamento de Estado. Eran trámites para comprobar o pocas veces negar la nacionalidad de los numerosos viajantes que pasaban por la región con rumbo al Sur o a California. Se trataba de aventureros, ladrones, buscadores de oro, rebeldes expulsados de sus países después de la derrota de las revoluciones de 1848, irlandeses, escoceses, franceses, rusos, alemanes, quienes buscaban ampararse en el pasaporte norteamericano que sin grandes averiguaciones les expedía el consulado. Y sobre todo, éste se ocupaba de negociar el pago de las contribuciones exigidas por el gobierno mexicano a los comerciantes llegados del otro lado del río. Nadie pensaría entonces que la modesta oficina instalada en un cuarto de adobe con una mesa y unas sillas por todo mobiliario, según informaba el flamante oficial, se convertiría andando el tiempo en el mayor consulado estadounidense en el extranjero.

Entre 1848 y 1854 estuvo vigente la cláusula del tratado de Guadalupe-Hidalgo que obligaba al gobierno norteamericano a impedir las excursiones de indios bárbaros en México. Desde luego, nunca pudo cumplir con tal carga e incluso, para los habitantes de Chihuahua y en especial para los de la frontera fue el período en que se produjeron el mayor número de ataques apaches, con las consiguientes pérdidas de vidas y patrimonios. Tomados entre dos fuegos y empujados hacia el Sur, los guerreros de la nación irredenta atacaron cuanto arriero y ranchos mexicanos pudieron, llevándose granos y ganado. En 1868, la comisión mixta de reclamaciones establecida por ambos gobiernos con sede en Washington, recibió numerosas demandas de ciudadanos residentes en la Villa del Paso del Norte por daños en su hacienda sufridos en el lapso mencionado, entre otros la del cura Ramón Ortiz, notable e influyente personaje quien tuvo a su cargo la parroquia del lugar desde 1838 hasta su muerte ocurrida en 1896, aparte de ser dueño de un respetable hato de mulas y de tierras de cultivo.

[Continuará…]