Ciudad Juárez .- …Y México se refugió en el desierto. En agosto de 1865 arribó a la villa de Paso del Norte el gobierno republicano encabezado por el presidente Juárez; y se instaló en una modesta casa que después se transformaría en el magnífico edificio de correos, en el centro del poblado, si es que se podía considerar que existía un centro, porque a la manera de todos los asentamientos rivereños, las casas se extendían a lo largo de las vegas del río. En realidad, la villa se componía de una larga sucesión de pequeños ranchos (granjas como les llamaban los norteamericanos) o solares en los cuales se habían construido las típicas casas habitación de adobe, rodeadas por las huertas y los corrales. Se advertían entre El Paso mexicano y el norteamericano, entre otras muchas diferencias, los estilos y formas de construcción. Los del otro lado del río apreciaban la madera y la piedra como los mejores materiales de construcción, considerando al modesto adobe como un signo de tosquedad e ignorancia, mientras que los de la banda derecha sabían, por la experiencia de siglos, que no existía otro material mejor adaptado al clima extremoso de la zona. Con el tiempo, aquellos también aprenderían.
En Estados Unidos la guerra civil concluía en 1865. Durante el sangriento conflicto, salvo una breve incursión de tropas confederadas que fueron derrotadas en Nuevo México tres años antes, El Paso quedó en manos de los unionistas, a diferencia de las regiones nororientales del territorio texano, que sirvieron como el “storehouse” de la confederación, proporcionando granos y algodón para los ejércitos secesionistas. El gobierno de Abraham Lincoln oficialmente tenía relaciones diplomáticas con el gobierno republicano, pero mantuvo un estricto embargo de armas, prohibiendo que se vendieran a las tropas juaristas así que, el comandante de Fort Bliss trató con cortesía al presidente mexicano instalado a unas cuantas millas, pero se cuidó bien de no romper el protocolo de la neutralidad. Pese a ello, ocupada Texas por los confederados y careciendo la Baja California, Sonora, Nuevo México y California de poblaciones fronterizas, los pocos fusiles que se pudieron pasar de contrabando por estas regiones, hasta antes de 1866 en que se levantó la prohibición, lo hicieron a través de El Paso y la Villa del Paso del Norte.
Apenas un año antes de la llegada del gabinete republicano a la villa de Paso del Norte, una buena porción de tierras de labranza conocida como El Chamizal había quedado ubicada en la banda izquierda del río Bravo, cuyo caprichoso cauce se había movido hacia el Sur. El presidente Juárez intentó la primera reclamación para que se devolviesen los terrenos, sin que obtuviera respuesta. En 1873 una nueva creciente del río dejó en el otro lado los terrenos de Pedro García, un antiguo vecino de Paso del Norte, quien inició un procedimiento ante las autoridades mexicanas demandando su protección, sin cejar en su intento hasta que el asunto se puso en la mesa de las negociaciones diplomáticas. En 1911, un árbitro canadiense instalado en El Paso falló a favor de México, pero tuvieron que transcurrir otros cincuenta y dos años antes que el gobierno norteamericano aceptara reencauzar al río y finalmente regresar en 1967 un retazo de aquel territorio a México, mismo donde hoy se levanta emblemática la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Los paseños, a su vez, también le dieron a El Chamizal un carácter simbólico, con su museo y su parque, en donde cada año se celebra ruidosamente la independencia de México.
El choque entre las dos naciones no terminó desde luego con la firma del tratado de paz. Numerosas confrontaciones y sangrientos episodios le siguieron. Uno de ello fue el de la llamada Guerra de la Sal, que tuvo lugar en 1877, por la disputa en torno de las salinas de la sierra de Guadalupe que habían sido utilizadas por los habitantes de las poblaciones rivereñas durante centurias. Al quedar en terreno norteamericano, muy pronto les salieron propietarios, que pretendieron cobrar una cuota a los lugareños por recolectar la sal. Los mexicanos se rebelaron y coparon a un destacamento de rangers en San Elizario, unas cuantas millas río abajo del El Paso, al que obligaron a rendirse. Esta guerra local que tuvo marcados tintes de racismo, dejó veinte muertos y cincuenta heridos, concluyendo con la llegada de tropas federales que reinstalaron Fort Bliss, clausurado después de la guerra, porque hasta Washington llegaron informes de que se planeaba una “invasión mexicana”. Desde la invasión de 1846-47, los mexicanos comenzaron a llamar “gringos” a los norteamericanos, sin que se sepa a ciencia cierta el origen de la palabra, que con el tiempo ha venido perdiendo su original sentido despectivo.
Llegan los ferrocarriles y todo cambia
En 1881 llegó el ferrocarril a El Paso, el cual sustituyó el centenario camino de caballos y carretas hacia Santa Fe; y más tarde conectó a la población fronteriza con California por la ruta que se había trazado desde treinta años antes, cuando La Mesilla pertenecía todavía a la república mexicana. Este acontecimiento modificó instantáneamente la vida de ambas poblaciones y las relaciones entre ellas. El Paso, que en 1880 se componía de unas cuantas casas, comercios y el fuerte militar saltó a una boyante ciudad de casi 11 mil habitantes apenas diez años después. La contraparte mexicana, que en 1888 tomó el nombre de Ciudad Juárez, comenzó la construcción de la línea férrea hacia el Sur, colocando un primer y simbólico clavo de plata en la orilla derecha del río Bravo, el 14 de agosto de 1881, para quedar vinculada con la ciudad de Chihuahua y con la capital de la República tres años después. Su población no creció en la misma proporción que la paseña, porque su desarrollo económico se trabó en virtud de las ventajosas condiciones que ofrecía para el comercio su competidora. Bajos precios, variedad de mercancías, empleo creciente, fueron la clave para que miles de mexicanos se instalaran en la rivera izquierda del río. Los que se quedaron en la otra banda, tenían que pagar altísimo costos para comprar los productos que llegaban del Sur y crecidos impuestos para los que se importaban.
Su clamor llegó hasta los altos funcionarios del gobierno porfirista, quienes finalmente se alarmaron por el peligro de que la frontera con Estados Unidos quedará despoblada y reinstalaron la zona de libre comercio en la región de Ciudad Juárez. Las tornas entonces se volvieron y en el lado mexicano se establecieron rápidamente casas comerciales, muchas de ellas norteamericanas, que aprovecharon la liberación fiscal. Fueron entonces los texanos que se quejaron e incluso amenazaron por lo que consideraban un acto de agresión por parte del gobierno mexicano. En 1905 de nueva cuenta se suprimió la zona de libre comercio, con las consecuencias previsibles para la economía juarense. El año anterior, dentro de las conmemoraciones para celebrar la independencia de México, los entusiasmados juarenses habían inaugurado el Teatro Juárez, que en los años siguientes exhibiría toda clase de espectáculos: cómicos, bailarines, cantantes, imitadores y desde luego, cine.
El Paso se convirtió con rapidez en un buen lugar para instalarse. Con vías de comunicación hacia el Oeste de Estados Unidos y el Sur de México, agua en abundancia y suelo fértil, su población creció como bola de nieve. En 1900 tenía 16 mil habitantes y diez años más tarde bordeaba los 40 mil. El crecimiento de Juárez fue más lento; sin embargo, el año que se inició la revolución mexicana andaba cerca de los 11 mil habitantes. En los tiempos previos a 1910, en la zona tuvieron lugar inusitados movimientos políticos originados en la oposición al régimen de Porfirio Díaz. Varios grupos de perseguidos mexicanos se refugiaron en Estados Unidos, desde los más antiguos, como los teresistas y luego los radicales anarquistas que formaron el Partido Liberal Mexicano y que se vincularon con la Internacional Workers of the World, la famosa IWW y sus woblies, hasta los nuevos que enarbolaban las banderas de la democracia electoral encabezados al final por Francisco I Madero. En El Paso vivieron y conspiraron muchos de ellos, como Lauro Aguirre, el polifacético mentor político de Teresa Urrea, la Santa de Cabora, o Víctor L. Ochoa, desde donde prepararon insurrecciones en las poblaciones cercanas a la línea fronteriza. Los magonistas intentaron incluso dos golpes de mano para apoderarse de Ciudad Juárez, en 1904 y en 1908, pero fracasaron debido a la rápida acción de la policía porfirista, bien informada por los infiltrados en la organización subversiva. Fue una época de oro para las agencias norteamericanas de detectives, como la famosa Pinkerton, que tuvieron en el gobierno de México a uno de sus mejores clientes y cuyo encargo fundamental era el de vigilar y denunciar a los conspiradores revolucionarios. El Paso se llenó de soplones y provocadores a sueldo de estas policías privadas, especializadas por esos años en perseguir huelguistas y sindicalistas, de suerte tal que cumplían de plácemes este cometido, que se prolongó hasta bien entrados los años veinte.
[Continuará…]