Julia y yo en ese tiempo compartíamos un departamento en la Colonia del Valle; y tomamos su vocho por Insurgentes, hasta llegar a la Glorieta del mismo nombre, y nos enfilamos hacia el este hasta la calle Burdeos y paramos justo en el cruce de esa calle con Hamburgo.
Subimos a prisa uno o dos pisos. Y Julia abrió una puerta para acceder a un departamento donde en una habitación a oscuras estaba postrado un hombre con rostro cansado, abatido por el dolor y ese bigote abundante que le vi a un amigo enfermo de cáncer en su fase terminal. Todavía recuerdo el aroma sofocante, pesado, que despedía esa habitación sin ventilación; y al fondo en un muro sucio había un cartel desteñido que rememoraba el movimiento libertario del 68.
Aquel hombre se le veía francamente mal. No podía ponerse en pie y se veía que no había probado alimentos sólidos en días. Julia me lo presentó rápidamente como Manuel Ojeda, cuyo nombre no me decía nada. Lo salude con un “buen día” y él hizo una reverencia con una sonrisa fugaz, tatuada por el dolor. Y es que no había tiempo para formalidades, había que sacarlo de esa habitación y llevarlo de inmediato a un hospital, para que recibiera atención médica. Y como pudimos lo bajamos, cargando en vilo, hasta la calle, para abordar el carro; y nos ayudó mucho que Manuel fuera flaco, como un popote.
Ya a bordo del vehículo, nos dijo que tenía unas piedras en los riñones. Eso era lo que le estaba matando de dolor. Y nos pidió que lo lleváramos a un hospital, porque no soportaba. Lo llevamos a uno de la Roma sur, donde trabajaba, recuerdo, una amiga médica, que rápidamente lo recibió en el área de urgencias y le realizaron los procedimientos correspondientes. Nosotros nos quedamos esperando en la antesala. Julia aprovechó para ponerme al tanto del personaje, que había nacido en La Paz, Baja California.
Manuel para ese entonces ya tenía en su haber dos películas en el cine alternativo al del género de las ficheras, con sus bolas y poca ropa muy en boga en aquel momento: se trataba de Calzontzin Inspector, el personaje de Rius, que estuvo dirigida por Alfonso Arau; y La Pasión según Berenice, de Jaime Hermosillo. Estaba además en curso la producción Las Poquianchis, de Felipe Cazals, sobre aquellas mujeres guanajuatenses marcadas por el horror; y que hacían de Manuel un personaje conocido en los círculos de cine.
Luego de un rato de espera, salió un médico a refrendar lo que Manuel nos había dicho en el trayecto, las malditas piedras; y que se quedaría en el hospital para estabilizarlo y que la mantendría informada. Salimos de ahí y paramos en un Sanborns a desayunar. Julia continuó hablando maravillas de su amigo, quien había dejado atrás el mar bermejo, para instalarse en el DF y estudiar actuación en Bellas Artes; y muy pronto estaba en la pantalla grande, gracias a su personalidad y dotes de primer actor.
Me sentí satisfecho de haber ayudado a su traslado al hospital. A la semana supimos que la intervención había sido un éxito. Y que estaba convaleciendo de nuevo en su departamento. No lo volví a ver más personalmente. En el 2000, Óscar Blancarte estaba filmando en Mazatlán la película Entre la tarde y la noche (una de sus mejores películas); y en el reparto estaba Manuel Ojeda, como primer actor, junto a Angelica Aragón. En ese entonces no tenía la amistad de hoy con Blancarte y no me acerquá a saludarle, y quizá comentarle aquel pasaje del verano de 1975, donde Julia y yo le “salvamos la vida”.
No obstante, había seguido su trayectoria fílmica, especialmente aquellas películas dirigidas por Felipe Cazals que tatuaron nuestra generación: El Apando (1976), que lleva al cine la novela de José Revueltas sobre el “hoyo” de asilamiento del penal de Lecumberri; y la otra, Canoa (1976), basada en un hecho real, el linchamiento de cinco estudiantes de la BUAP que habían ido a escalar el volcán de la Malinche, y de regreso a la capital poblana se le hizo noche y decidieron pernoctar en el pueblo de San Miguel Canoa.
Mala idea. El cura del pueblo vio en ellos la encarnación del mal y llama a su séquito a linchar a los “comunistas”. En su delirio religioso tenían como intención meter a Lucifer en el pueblo. Y el pueblo bueno actúo en consecuencia hasta la muerte de los muchachos. Igual, o más importante, fue la personificación de Manuel de dos figuras históricas equidistantes: Porfirio Díaz y Emiliano Zapata, en las series “Senda de Gloria” y el “Vuelo del Águila”.
Manuel Ojeda fue parte de esa estirpe de directores, actores y actrices que en los tiempos duros del autoritarismo priista dieron la batalla dejando su impronta en una filmografía de gran valor; y paradójicamente, en este gobierno de la 4T, que diariamente dicta doctrina, no está promoviendo ese tipo de cine que se auspició en el periodo nacionalista.
Vuelve a mi memoria la imagen de angustia de Julia Marichal frente a la puerta de mi habitación, esa mujer de ébano, recia, guapa, solidaria, que me apuraba para ir a apoyar al amigo que se encontraba abatido por el dolor; y hoy me permiten escribir estas notas sobre ella y, sobre todo, de Manuel Ojeda, uno de los grandes actores del cine mexicano. Si existe un más allá, ese paraíso donde los amigos se reencuentren, abrazan, conversan, ríen, ahí estarán ellos, hablando de ese cine y teatro que tanto cambió nuestras vidas.
QEPD.