Monterrey.- Principios de los años noventa. La Casa del Senado, en el Barrio Antiguo de Monterrey, era todo un gineceo: una oficina de mujeres, donde los contados hombres aprendíamos que la única voz cantante la llevaban, en efecto, las mujeres.
La senadora María Elena Chapa, menuda, muy elegante, desenfadada siempre, presidía la constelación de abogadas, educadoras, intelectuales y artistas (y uno que otro hombre colado) dispuestas a modificar todas las leyes habidas y por haber que olieran a machismo o a disparidad. Nada las detenía. Nada las daba por vencidas.
En las estancias de esa casona norestense, muy siglo XIX, con patio central poblado de arbustos y un mezquite, una mujer, permanente cigarro en mano, cabello sujeto por un chongo, aficionada a los huipiles y los collares vistosos, oficiaba el diabólico ritual de abrir espacios políticos a las mujeres y de alcanzar legalmente, a como diera lugar, sin tregua, la paridad de género en las empresas privadas y en las esferas públicas.
Cuando subía a tribuna (muy frecuentemente), la Chapa urdía unos discursos con fina dialéctica, precisión verbal y datos duros irrebatibles para una Cámara casi dominada por puros hombres. Nació para ser legisladora.Tras ganar todos los debates parlamentarios y formular iniciativas de Ley impecables, ya abajo, en cortito, me preguntaba: “¿qué tal les callé la boca a estos hijos de la chingada?”. Y se reía. Se reía. Se reía.
Como culmen de ese culto laico a las mujeres y a su defensa irrestricta, cada año celebraba María Elena un festejo por todo lo alto: el aniversario del otorgamiento del voto a la mujer en México, era referencia para organizar un pachangón intelectual con miles de asistentes en Cintermex, sin una sola alma acarreada.
Hablaba Rosaura Barahona, opinaba sobre arte Saskia Juárez, leía poemas Carmen Alardín, cantaba a capela la grandísima Tania Libertad. Y María Elena delegaba la humilde y secundaria tarea de moderar el evento a un jovencito varón, flaquito y despistado, sometido al apabullante dominio del poder femenino. O sea yo.
Finalmente, para clausurar el acto, una María Elena Chapa radiante, exultante, receptiva y avasalladora, improvisaba una pieza oratoria que con su embrujo verbal nos hacía transitar de la risa a la reflexión, de la historia al derecho, de las lágrimas a la esperanza colectiva.
Esto que cuento pasó hace varias décadas y aún falta mucha piedra por picar para pulverizar el machismo rapaz y el sistema patriarcal en México, pero gran parte de los avances sociales y políticos se los debemos a la máxima heroína de mi juventud, a mi legendaria jefa vitalicia María Elena Chapa.
Que los hados conserven muchos años más a María Elena porque es referente de los mejores valores de esta peculiar tierra norteña y de toda nuestra gente más ilustre.