Mazatlán, perlita escondida
entre los encantos del agua
del mar del mar azul.
Mike Laure, 1996
Mazatlán.- Los filósofos y sociólogos deterministas han escrito mucho sobre los efectos del entorno geográfico y climático en la personalidad de las sociedades. En el talante de su gente. En la singularidad de sus productos económicos, sociales, políticos, institucionales; en su psicología y concepción del mundo. Y en todos ellos, hay algo de cierto y podríamos, incluso, mostrarlo mediante un ejercicio sobre las diferencias entre sociedades de atmósferas frías y atmósferas cálidas.
Las primeras, nos dirán esos profesionales del pensamiento, producen sociedades más proclives al recogimiento, la reflexión, la creación, la teoría; mientras que las segundas son más proclives al encuentro con el otro, la concurrencia en los espacios abiertos, la calle, la fiesta y el disfrute de paraísos naturales o artificiales y los placeres del cuerpo; sea tirarse en una playa soleada, el sexo, o disfrutar de una cerveza mientras ve el fin de un atardecer encendido.
Concluirán, así, que las naturalezas frías producen filósofos, científicos, artistas o creadores de obras trascendentes; mientras las sociedades calurosas producen buenos políticos, ingenieros, técnicos, músicos, buenos organizadores y promotores de alcanzar por cualquier medio el dinero rápido.
En esa lógica, esculcando en la historia de Mazatlán, encontramos la evidencia, pues a diferencia de otras ciudades del país, esa perla escondida se ha visto recompensada con señas singulares de identidad producto de su propia construcción histórica.
Esas señas de identidad están ancladas a una atmósfera marina, con su temperatura y humedad y su pasado de encuentro sistemático: la estimulante música de viento, la cerveza Pacífico, la fiesta del Carnaval y los paraísos artificiales que trajeron los chinos.
Y esa conjunción de experiencias humanas explica mucho lo que somos y lo que hacen quienes nacieron viendo esta bahía caprichosa, o los que se avecindaron en ella. Anclas de nuestra alegría, pero también de nuestros pesares cotidianos.
Cuando llegaron los comerciantes y mineros alemanes, nos dice Helena Simonett, la etnomusicóloga más conocedora de la música sinaloense, trajeron, además de la cultura para explotar nativos, minas y comercio, los instrumentos de música que les permitía construir comunidad y combatir el estío en las tardes estivales; y por eso la trasladaron desde la región de Baviera y se hizo la música a la par de la construcción de las seis plazas existentes en el Centro Histórico.
Y como pareciera ser cierto el dogma de que no puede haber música sin bebidas espirituosas, German Evers y sus amigos germanos, se dieron a la tarea de producir la cerveza Pacífico a finales del siglo XIX, que inmediatamente se popularizo entre extranjeros y nativos; y con esa iniciativa poderosa, su creador se hizo un hombre rico y, felizmente, un gran filántropo; de tal suerte que a su muerte dejó en su testamento una parte importante de sus bienes a instituciones de beneficencia pública.
Riqueza económica, música, cerveza, no podía dejar de producir la fiesta que fue de las plazas hacia al Centro Juárez, ubicado frente a la Plazuela Machado, donde se reunía la élite social para disfrutar del encuentro con el otro, tejer relaciones que frecuentemente terminaban en negocios, amoríos y matrimonios; y de esas fiestas fastuosas dejó testimonio el poeta modernista Amado Nervo en sus crónicas “Lunes de Mazatlán”, que se publicaban todas las semanas en el Correo de la Tarde, y hace unos años la UNAM la convirtió en un libro.
Pero aquello era muy elitista, y la plebe porteña necesitaba también la fiesta para combatir el estío; y fue así como surgieron las llamadas Fiestas Zaragozanas, que se celebraban en las calles durante el mes de mayo; y, sin duda, habría de constituir el antecedente más sólido del fastuoso Carnaval Internacional de Mazatlán, que nace con el siglo XX – como la Torre Eiffel- con todo su oropel y gracia.
Y en ese ejercicio híbrido se conjugaron, aún siendo momentáneo, efímero, las distintas clases sociales del puerto; y esa conjunción tuvo manifestaciones burlonas contra las primeras reinas y sus cortejos reales (dicho de paso, el Carnaval de 1902 se suspendió, producto de la epidemia de fiebre bubónica que diezmó a la población; y con ello se destruyeron las casas que habitaban los enfermos, como un esfuerzo desesperado para erradicar la peste negra, que se había apoderado del puerto).
Justamente a finales del siglo XIX llegaron migrantes chinos, traídos por los empresarios europeos con el aval de los gobiernos, para trabajar en las minas y el tendido de vías férreas, que en ese entonces cruzaban el territorio nacional y fueron formando colonias en distintas ciudades del noroeste del país. No podemos dejar de mencionar que durante el porfiriato había más de 25 mil kilómetros de rieles, muchos más de los existentes el día de hoy. Incluso, sin esos rieles y trenes, quizá nunca hubiera sido como fue la Revolución de 1910, por la capacidad que tenían para trasladar a las fuerzas en pugna militar.
Y este conglomerado asiático, una investigación muy documentada, y recientemente publicada, con el título Historia del narcotráfico en México (Aguilar), que escribió Guillermo Valdés Castellanos, el ex director del CISEN, afirma que el narcotráfico como empresa nació en el puerto, por la gran cantidad de opio que llegaba, vendía y se consumía en aquel Mazatlán, que escasamente tenía una población de 15 mil habitantes.
El autor de la obra recupera las investigaciones del sociólogo sinaloense Luis Astorga, y el testimonio del doctor José Olvera, quien recuerda que ante la rápida expansión del tráfico y consumo de drogas opiáceas en el puerto: “Juan José Siordia, presidente municipal de Mazatlán, manda publicar un acuerdo en el que pide la cooperación del Jefe de la Guarnición de la plaza para que ‘de una manera especial’ sea perseguido el vicio del opio y castigados severamente los que delinquen al fumar la nefasta droga, que en general son individuos degenerados pertenecientes a la raza asiática”.
Entonces, de ese barro viejo está hecho Mazatlán, de música y cerveza, de fiesta y droga, y es parte indeleble de su historia cultural; no es casual la propensión del mazatleco por la rebeldía, la fiesta, el trago, la alegría, el desparpajo y su singular sentido de libertad, su irreverencia anti solemne, que hacen al mazatleco distinto al resto de los sinaloenses; y todavía más, sigue representando un desafío de comprensión para filósofos y sociólogos.