Mazatlán.- Recuerdo un chascarrillo de mi infancia mochitense que los escuché muchas veces a los adultos cuando había amenaza de un cataclismo natural o riesgo de una epidemia, decían entre risas: “me voy pa Topo”, se iban a Topolobampo, porque allá no pasaba nada y estarían a salvo.
Y en mi imaginación febril veía en Topolobampo una suerte de edén, un paraíso perdido en la costa sinaloense, un salvavida inalcanzable para los males del mundo. No sé, si ese chascarrillo perspicaz, lo siguen repitiendo los sobrevivientes de mi generación, pero, de lo qué si estoy seguro, es que hacen falta este tipo de mitos que se trasmiten en la calle o en la mesa de la casa.
La gente debería de tenerlos cómo asideros momentáneos para combatir con humor el miedo real o inoculado, la indiferencia que nos consume con la incesante repetición con distintas caras y el olvido, como una forma de sobrellevar el presente. Y es que el coronavirus que se nos han representado como un erizo de colores variados ya está aquí y precisamente en Los Mochis, alcanzó a un paisano venido de California. ¿Habrá alguien que se haya acercado a su confinamiento médico y recomendado al muchacho con esa sorna tan nuestra, tan rompe madre: “vete pa Topo”? o peor, “te pasó porque no te fuiste a Topo”.
Pero más allá de mitos mochitenses, la historia de epidemias en Sinaloa o al menos en Mazatlán no es nueva. Tenemos registros que datan del siglo XIX y principios del XX. Mazatlán, desde entonces ha sido un punto de encuentro con el otro, que viene de lugares remotos, fue y será más susceptible de sufrir de las epidemias que viajan por el mar.
Así, en 1883, una epidemia de fiebre amarilla diezmó sensiblemente su población y con ello su economía que en esos años era muy prospera por la minería y el comercio internacional. De aquel año es de recordar la muerte de muchos vecinos y, en especial, de Angela Peralta y varios miembros de su séquito musical, quienes había llegado desde La Paz en un barco para ofrecer un concierto de ópera en el antiguo Teatro Rubio que hoy lleva el nombre de la diva. Era ese Mazatlán del que han quedado apellidos de abolengo y casonas de techos altos que según dicen fue Toño Haas, quien las clasificaría como arquitectura del neoclásico tropical.
Hay un debate todavía no resuelto en torno sí la Peralta y el resto de la tripulación llegaron al puerto enfermos o si a su llegada adquirieron esa fiebre mortal. Lo seguro es que la enfermedad provocó la cancelación de tan significativo concierto ante la frustración de quienes se habían abarrotado en el muelle para recibirla. Ese momento luminoso por cierto lo registra en un lienzo magistralmente el pintor figurativo mazatleco Antonio López Saénz, donde el pueblo se vuelca a recibir al Ruiseñor Mexicano, que venía de triunfar en algunos de los grandes escenarios europeos.
A Angela se le dieron las atenciones médicas en una casa aledaña al teatro donde murió en medio de altas temperaturas tanto físicas como ambientales. Era el mes de agosto con su humedad y temperatura sin reposo. Hoy, para no olvidarla, existe una placa alusiva, sobre el muro de la casa donde lanzó su último suspiro y su tumba se encuentra en el Panteón Municipal, aunque sus restos reposan en la Rotonda de los Hombres y Mujeres Ilustres.
En el invierno de 1902-1903, nuevamente un flagelo estremeció al puerto, no era un huracán de esos que en octubre estallan sino la llamada peste bubónica, producto quizá también de un mal viajero o de la ausencia de un sistema de agua potable y drenaje para el tamaño de la demanda de este servicio. Esto significaba que las llamadas aguas negras fluían libremente sobre las calles con todas sus consecuencias en materia de salud pública. Amado Nervo en sus crónicas sociales para el Correo de la Tarde dio cuenta del estado en que se encontraban las rúas en época de lluvia y se reservó por decoro las de todos los días. Estaba cantado que la insalubridad de la ciudad terminaría provocando una epidemia que finalmente costaría la vida a 582 patasaladas.
Afortunadamente la demanda de mejores servicios de drenaje se satisfizo por el gobierno porfirista y en los siguientes años se le dotó a la ciudad de un servicio sanitario que no tenían la mayoría de las ciudades del país y seguramente, ese privilegio, tuvo que ver con la importancia económica del puerto y la gran cantidad de empresarios extranjeros que vivián en él.
Sobre este pasaje de la historia del puerto es de destacar el papel que habría de jugar un héroe casi olvidado que fue Martiniano Carvajal y otros médicos que literalmente arriesgaron su vida para salvar otras. Desde entonces, hasta donde me alcanzan las fuentes, el puerto no ha sido foco de epidemias y tampoco ha sido escenario de muerte por los contagios de pandemias que han amenazado a la humanidad cómo el H1N1, el ébola y ahora el coronavirus.
Podríamos decir que han pasado de largo y que mata más el mosco del dengue que cualquier otro bicho. Quizá la ignorancia o precisamente el conocimiento de cómo salido de estas tragedias termina dando confianza para estar, como si no hubiera el erizo que hoy amenaza al mundo. Y es cuando hacen falta los mitos de la tierra blindada.
Vamos, necesitamos que alguien nos diga como lo hacían los paisanos mochitenses: “Me voy pa Topo”. Y no sólo el ciudadano de a pie sino las propias autoridades que no parece preocuparles mucho los llamados de alerta y siguen haciendo una vida institucional sin tomar muchas prevenciones ante el drama de otras sociedades. La mayoría de la gente sigue con sus rutinas y se prepara en los gym para la Semana Santa y Semana de Pascua, mucha playa, mucho viaje de placer y cero aislamientos.
Será que nos la creemos que ya nos blindamos de las epidemias con las estampitas del Sagrado de Corazón de Jesús y el billete de dos dólares.
Al tiempo.