Monterrey.- Primero picó en tus fosas nasales el fétido olor y te produjo una arcada, inconfundible señal de asco. Tu chocante compulsión por la limpieza te traiciona siempre. Como aquella extraña maleta que viste en un parque, ahora apareció ante tus ojos el misterioso bulto. Allí estaba, con su hediondez, al final del callejón que atravesaba las dos calles que inexorablemente cruzas. Era una bolsa negra de basura, amarrada con un mecate de plástico amarillo y zumbando de moscas.
Tu imaginación comienza a traicionarte. Lo más lógico, un animal muerto, ¿un caballo, un cerdo?, difícil, su carne se aprovecha al máximo. Un perro probablemente, cuyos descuidados dueños no se quisieron tomar la molestia de tirarlo lejos de la urbe o echarle cal para que no contaminara el aire y se secara rápido. Sea perro o gato, realmente no sabes que se hace con un animal muerto.
Volteas a ver el bulto, la horrenda y asquerosa bolsa negra. La forma de torso humano contenido en ella te hizo pensar en un secuestro, en un asesinato. Hay tantos cadáveres tirados por allí en las fosas comunes… Te estremeces… Definitivamente habrá que poner una denuncia. ¡No! ¿Y si te culpan por ser el primer sospechoso que encontró el bulto? Descartas esa idea absurda de avisar a la policía. ¿Y si fuera un niño muerto? La conciencia te remuerde. También desechas la idea, a ellos los venden completos en el aberrante y deleznable mercado de tráfico de órganos. Tal vez sea una mujer, recapacitas. Se han vuelto tan comunes los feminicidios en Nuevo León que ya son “el pan de cada día”.
La ética te constriñe. No. Denunciar implica un pesado compromiso. Finalmente decides no hacer nada, mientras el impactante y pestilente bulto se queda, te mira, como esperando ser descifrado…