Monterrey.- El personaje de este cuento son las filas. Origen del “coyotaje”, de los sobornos, del tráfico de influencias para no hacerlas, y del estrés acumulado por años que al parecer nadie nota, menos los mexicanos ladinos y aguantadores que han soportado tanto robo, violencia y miseria sin moverse un ápice de su “zona de confort”, que digo confort, del pinche infierno en el que muchos habitan por guevones y arrastrados.
Ya existían antes de la pandemia, en todas partes: bancos, supermercados, centrales camioneras, dependencias oficiales y no oficiales, cines (ahora en vía de extinción), bares, tiendas, iglesias, mueblerías, aeropuertos, hospitales, aún en la tortillería…
Aquella fila en el servicio médico no era la excepción, te esperaban por lo menos dos horas con la incertidumbre de saber o no saber si alcanzaría el medicamento que necesitabas. Seguro a todos los que estábamos allí nos habían dado el “pitazo” de que sí había, porque nunca hay. En aquella larga fila, abundaban también las extravagancias e injusticias.
Por principio de cuentas estaba situada en la calle, bajo el inclemente sol y las quejas reventaban el ambiente, pero nada pasó. Maestras entaconadas que acabaron semi descalzas. Todos hablando de la pandemia y la escuela, un problema sin aparente solución. Había muchos maestros gorditos como yo, jadeantes, sudando por el excesivo calor. El señor del carrito con las contaminadas frutas terminó todo en un santiamén.
Lo más oprobioso de todo, algunas maestras de la vieja guardia con su bastón, otras con problemas en sus piernas, otras con un serio problema de obesidad e incluso una de ellas en silla de ruedas, postradas en la fila, una clara vejación a los derechos humanos, pero, aun siendo todos profesores, tampoco nadie hizo nada y nada pasó.
Enfilados, no afilados, allí estábamos, como siempre, como antes, como mañana... De repente me salió lo Rodríguez, afilé mi puntería y quise liderar un movimiento de protesta para que por lo menos nos pusieran en la sombra o en el interior de la clínica, con las debidas precauciones. La más veterana y sabia de todas las maestras me apabulló diciendo:
- ¡Ay maestro!, ¿Usted cree que le van a hacer caso…? Le aseguro que si va y se queja menos le van a dar su medicamento. Mire más sabe la diabla por vieja que por diabla…
- Tiene razón Le dije. Por eso estamos como estamos. Y me hundí en mi propia impotencia, en un cubo de rabia que me refrescó un poco…