Monterrey.- Desde el inicio de la noble y complicada profesión de enseñar, ya hace bastantes años, por cierto, se ha mencionado este hecho en todos los foros, debates, seminarios, cursos y anexas. Pero eso es una falacia. Siempre abatido por las normas, por un currículum que no construye y debe concretar en el aula, por reformas educativas importadas e impuestas, por el poder académico que ejerce el centralismo educativo, por su paupérrima condición de asalariado aunque sea un profesionista, por el control total de todo lo que hace en la escuela, por las exigencias de una sociedad que no lo valora, por su indecoroso salario que lo obliga al “polichambismo”, por la descomposición de su imagen en los medios masivos de comunicación (ahora en las redes digitales), por el poder verticaloide y jerárquico que ejercen sobre él las autoridades educativas, por la ingratitud de los alumnos que pronto lo olvidan, por su limitado campo de acción fiscalizado por todas partes, por su pobre apostolado de pies descalzos en el que ya nadie cree; incapaz de protestar o denunciar porque de inmediato le cortan la cabeza, lo excluyen, lo abortan, lo satanizan, lo humillan, lo agreden, le roban su aguinaldo; aunque lo remarquen y remachen en el papel, los diputados, y en el discurso, los políticos; aún con su docta preparación, formación, convicción, y sus ganas de transformar el mundo, el maestro nunca, nunca ha podido ser un “agente de cambio”.