Monterrey.- La ajada y macilenta tez del anciano lo revelaba todo. Uno más, uno más de los 1000 enfermos del día de hoy que ingresaba a aquel funesto hospital donde la muerte había establecido su reino. Con una voz apenas audible, balbuceante, rasposa por la agitación de que era víctima, el viejo le suplicaba conminándola a que lo hiciera. La joven enfermera responsable del ingreso de aquel septuagenario endeble y moribundo, dudaba y no se atrevía a ejecutar semejante petición, a sabiendas de que podría perder su trabajo. El esqueleto aquel le pedía que marcara un número por el celular antes de arrebatárselo. Aunque estaba hecha un manojo de nervios, el aplomo, el corazón y la juventud se impusieron y con sumo cuidado marcó, trémula, uno a uno los números que aquel hombre agonizante dificultosamente le iba diciendo. Una voz llorosa respondió desde el otro lado… ¿Papá, estás bien…? No mija, de hecho, te llamo para despedirme… Dijo el anciano entre estertores que, segundo a segundo cortaban su respiración. Y efectivamente, fue su última llamada en esta tierra.