Monterrey.- Se amaban. Se juraron amor eterno. Se enviaban flores, saludos, fotos, regalos, mensajes, abrazos, besos, sonrisas, como los amores de antes, pero de una manera diferente. Si ella estaba triste, el rápido la contentaba, y si él tenía una pena, ella no dudaba en aliviarla y consolarlo, hasta que estuviera de nuevo feliz. Él le cantaba canciones y ella se emocionaba hasta el tuétano.
Todos los días, todas las mañanas y todas las noches se deseaban lo mejor uno al otro y también se deseaban. Alguna vez se vieron los cuerpos, pero no podían tocarse porque estaban chapados a la antigua y primero tenían que matrimoniarse. No podía pasar ni un par de horas porque ahí estaban otra vez acicalándose el alma desde lejos.
Se contaban todos sus secretos, sus pequeñas victorias, sus rotundos fracasos. Ya estaban medio maduritos y eso le daba un retoque especial a su relación a tal grado que saltaban chispitas y estrellitas cuando se miraban, aunque en realidad no se miraban. Él le escribía poemas, se los declamaba, con toda la cursilería del mundo y ella lloraba de puritita emoción.
Anhelaban el día en que pudieran fundirse, como Dios manda, en una sola carne. Mientras tanto, padecían sonrojos y febrículas que los situaban en el precipicio del éxtasis, pero tenían miedo de arrojarse a ese hirviente abismo pasional para no caer en la tentación y todo terminaba en tocamientos propios y gozosos sueños húmedos, aunque eso también era pecado, pero nadie lo sabía y a nadie le importaba.
En fin, eran lo que se dice una pareja ideal, hasta el día que él la eliminó de todas sus redes sociales: Facebook, Messenger, WhatsApp, Twitter, Instagram, Skype, Zoom… Ella nunca supo el motivo o razón de esa fatídica decisión que él tomó y a veces lloraba mucho al recordarlo, pero no de alegría, si no de puro dolor… Sin embargo, un día cualquiera terminó riéndose a carcajadas cuando le contaron que él se encontró un nuevo amor. Un guapísimo hombre, por cierto…