Monterrey.- Caminaba plácidamente por allí, por el arbolado sendero citadino, como cada mañana, cuando de pronto la vi. Dorada, café, rojiza, se desplazaba velozmente por el tronco de una palmera y, en un salto prodigioso, prácticamente voló hacia un cable de alta tensión (temí lo peor, ardilla rostizada, pero no fue así, el casi divino instinto animal) corrió, corrió y corrió hasta llegar a un frondoso roble que le abrió sus ramas y la acogió casi amorosamente, haciendo honor a la frase “madre naturaleza” que, aún con su supuesta crueldad, nos prodiga vida, sombra, oxígeno, en todo momento.
Se notaba que el animalito era feliz en aquel pequeño mundo verde, si ella supiera todo lo grande que es, seguro se sorprendería, como cuando una se sitúa ante la inmensidad del mar, por ejemplo, y se cohíbe por tanta pequeñez. En eso estaba, absorto viendo la actividad de la ardilla que seguía corriendo muy contenta por toda la parte alta del inmenso árbol con la cola hermosa, erguida, reluciente.
Cavilando mis pensamientos, ponderando la importancia y trascendencia de la ecología y el cuidado del ambiente cuando ellos se acercaron…
Tres mozalbetes de mediana estatura, con sus shorts aguados, una playera igual de floja, tenis caros y los pelos parados por el excesivo uso de gel. Torpemente, como lo deduje después, les dije:
- ¿Ya vieron la ardillita qué bonita está…?
No dijeron nada. Como energúmenos se pusieron a buscar piedras para apedrear a la ardilla que, ni tarda ni perezosa, ante el embate y la fuerza de sus poderosos enemigos, huyó despavorida. Quizá la pobre ya estaba acostumbrada a ser agredida por los miserables humanos. Fue entonces que me asaltó un preocupante pensamiento. ¿Es ese el modelo de hombre, el tipo de sujetos que estamos “produciendo” en las escuelas…?