Monterrey.- ¡Sí...! Que me arrulle la muerte, acunado en la frialdad de sus pétreos muñones. Escriba mi nombre en un papel de cera y lo arroje al fuego eterno. Me sonría con la mueca siniestra de su descarnada y silenciosa boca. Se ruborice iluminando la tez amarillenta de sus bruñidos pómulos. Me envuelva en su telaraña inmarcesible de olvido. Acaricie mi desgastada piel con el filo de su guadaña y me convierta en girones de carne. Apague de una vez, con un soplo, el cirio negro de mi existencia. Acicale mis cabellos con las filosas uñas de su escarnio. Ponga en mis sienes una guirnalda de hojas muertas. Me ciña a su cintura y baile conmigo el vals del infortunio. Me bese enamorada bajo una planta de muérdagos marchitos. Con su mantilla oscura cubra para siempre mi recalcitrante desamor. Deguste conmigo el cáliz de la tristeza infinita. Me funda en sus diamantinos huesos galopantes… Y bebamos su elixir tan fino, liberador, embriagante, tan suave y silencioso como el vacío insondable de un agujero negro. Allí quiero estar…