Es fácil entender la razón de todos esos atributos: el poder que tiene para convencer, retribuir, enriquecer, endiosar, merecer, salvaguardar y hacer famosos a quienes lo ostentan.
Se disfraza de loba, de primera dama, de catrina, de prostituta, de madona, de pueblerina, de “encopetada”, de monja, de “drag queen”, de pordiosera, de niña rica, de “fifí”, de “chaira”, de “tiktokera”, de “influencer”, de santa, de diabla, de “María la piadosa”, de virgen mártir, de “Santa Petra la callosa”, de “dama de la vela perpetua y la rodilla ensangrentada”, de muchacha ingenua, de “lagartona”, de inocente púber, de vieja bruja, de hipócrita, de estratega, de mitómana, de ladronzuela, de mujer fatal; en fin, y si a todos esos mascarones añadimos el influjo mediático contemporáneo y la frivolidad oropelesca de la moda, asentados en el paroxismo de la estupidez; el poder que tiene la política actual se torna inconmensurable e insospechado. Por cierto, en el pomposo reino de “neolandia” estamos vivenciando un coqueto, fastuoso e inicuo novelón político.
P.D. Ese mundillo cuasi perfecto y corrupto no tolera.