Monterrey.- Sucedió otra vez. Una maestra en silla de ruedas, con la pierna en rastra cuando se levantó para que le tomaran los signos vitales, aunque solo es un remedo porque ni te toman nada, solo te indican el consultorio y el número de ficha, se movía dolorosamente. Nadie dijo nada. Le tocó la ficha 9, a mi la 14, ni para qué cambiársela. Le dije a la “enfermerucha” que “tomaba” los signos porque no le daba la ficha uno a la maestra, que la viera como estaba. Hábilmente se evadió diciendo que si los demás aceptaban lo haría con gusto. Las protestas, reclamos y bravatas de algunos no se hicieron esperar. Opté por callar mientras fraguaba otro plan.
Nos dirigimos al área de consulta. Le ofrecí a la maestra empujar su silla de ruedas pues la dejaron solita. El espacio, de por sí pequeño, estaba lleno y obvio decir que la pandemia les valió madre a los presentes. Le sugerí regresaros al lugar amplio donde estábamos, que conocía al traumatólogo desde hacía varios años y en cuanto llegara le iba a decir que la atendiera primero. Ese era mi plan “B” y fue totalmente exitoso, y la maestra con todo y su silla, pasó primero a la consulta, ante la animadversión malsana de los otros pacientes.
Este bochornoso acto lo he visto también en los módulos del servicio médico y cuando interfiero para defender los derechos humanos de personas impedidas o con alguna discapacidad, soy vituperado y agredido por el resto de los presentes argumentando que también ellos tienen sus derechos y la misma prisa. Obvio decir que no siempre tengo éxito al defender los “derechuecos humanos” de mis semejantes.