Monterrey.- Estar allí, solo, con todos tus silencios y ruidos interiores, debatiéndote entre los estertores de la desolación. Nada más triste que sentir esa indeseable sensación de abandono y verla reflejada en todas partes. En el montón de ropa sucia, en las paredes desaliñadas, en cada canción que reaviva la ausencia, en el tálamo inerte, en el cascarón de la casa, en la calle sin gente, en el parque solitario, en la indolente urbe. Entonces la psique te traiciona y comienza a hacer estragos en tu mente, en tu cuerpo; y pervives entre alucinaciones y delirios que te trae su recuerdo; y los infaustos días se van convirtiendo en llagas que surcan tu piel, tus pies arden como llamas delirantes, duelen tus manos craqueladas y tus endurecidos ojos ya ni siquiera te permiten llorar. Sientes que todo estalla dentro y fuera de ti; y prosigues, arrastrando tu pesado lastre, situado en una inexistente calma, sitiado por la angustia, asfixiado por la desesperación, victimado por el desamor, preso en ti mismo. Doliente, dolido, sufriente, escarnecido… Y sigues allí, aturdido por la espera inútil, a sabiendas de que no volverá jamás. Amoroso cupido, con su flecha de dolor, te ha convertido en piedra…