“Tinito será el último”, así decía siempre Doña Anastasia cada vez que se incrementaba su prole y ese era el nombre que había elegido para su nuevo retoño, Agustín. El asombro de la comadrona no era casual, vio en aquel niño algo distinto, como una fuerza, una energía tremenda, poco común entre los montones de infantes que había visto nacer en aquel tranquilo poblado donde el tiempo parecía no transcurrir. Tinito fue creciendo entre las costumbres y usos ancestrales de aquel lugar, entre el cuidado de sus hermanos mayores y el desamor de sus padres que apenas tenían tiempo para vivir entre tantos pendientes cotidianos.
Resulta increíble cómo hacían los padres en esa época, sobre todo en el campo, para dar manutención a tantos hijos; afortunadamente, los animalitos y la parcela con la cual contaban, solventaban sus necesidades básicas, aunque la friega era dura para cada integrante de la familia que realizaba una pesada faena cotidiana. Tinito era distinto, desde muy pequeño comenzó a ver la dura realidad con otros ojos y siempre concluía que no sería parte de ese pequeño mundo rural y soñaba con irse lejos. Su inteligencia comenzó a ser notoria en la escuela, aunque solo había una primaria.
Se aferró como pudo a su sueño de seguir estudiando, extendió sus alas y se fue a vivir a la capital con unos familiares para entrar a la secundaria, luego a la preparatoria y finalmente a la facultad de agronomía para cumplir su deseo de aprovechar la tierra de sus ancestros y hacerla producir para el bien de su familia. Infortunadamente, un asalto a mano armada en la infame, deshumanizada y violenta ciudad, acabó con su existencia y con su extraordinario proyecto de vida para él y su familia, cuando apenas contaba con 22 años de edad.