Monterrey.- Sentadito ante una solitaria mesa de aquel rústico café, asemejaba un niño huérfano, de esos que inspiran un torrente de ternura a los corazones sensibles. Encorvado, casi doblado, su dolorida espalda reflejaba el peso de cargar por tantos años culpas y problemas ajenos, quizá; o por partirse la madre ante una insensible máquina, a cuyo dueño nada le importaba certificar la explotación del hombre por el hombre mismo. ¿Cuántos años tendría?; ¿70, 80, 90, quizá un siglo? Las arrugas de su rostro hacían sentir que había vivido un milenio.
A sabiendas de lo adustos y recelosos que comúnmente son los viejos, me acerqué a saludarlo, dispuesto a compartir el café; ellos, los patriarcas de la tribu humana, siempre tienen fabulosas historias que contar.
– Hola, don, ¿me puedo sentar con usted a tomarme mi cafecito y degustar mi pan? Me escaneó con sus ojo cansados e insondables, esbozó una leve sonrisa y sin decirle nada comenzó a platicarme una historia, su propia historia…
Me dijo que había sido un próspero empresario, que compraba y vendía retroexcavadoras y le había ido siempre muy bien; que su mujer había muerto de penosa enfermedad hacía muchos años, y que sus hijos, brillantes profesionistas, vivían en Irlanda, los dos varones; y la hija radicaba en Canadá; que rara vez, sobre todo los varones, se comunicaban con él para saludarlo y saber cómo estaba; la hija era quien estaba más al pendiente de él y de su salud.
Había sido siempre un hombre muy sano, aun con sus 87 años, y todavía se valía por sí mismo; le fascinaba viajar y era amante de los buenos libros, en fin, un ancianito pleno y satisfecho con la vida; sin embargo, cuando se acordó de su esposa, sus ojos se humedecieron y dijo que eso era lo único malo, que la extrañaba mucho y que a veces la soledad era muy cabrona y en esos momentos de crisis le daban ganas de irse de este mundo, para ir a acompañarla al cielo.
Tenía una casa muy grande y la vendió, y se compró una más pequeña; también se deshizo de los coches y otros bienes materiales que tenía y que ya no necesitaba; tenía quien lo apoyaba con la limpieza y mantenimiento de su casita, quien se encargaba de su alimentación; y un médico internista de cabecera, que siempre estaba al pendiente de su bienestar físico y emocional. Solo le faltaba compañía, alguien con quién platicar; casi todos sus amigos ya habían fallecido y eso también lo entristecía.
Cautivado por su ensoñadora historia, pensé de pronto en los viejitos de la cuadra donde vivo, y los imaginé sin nada, acaso una pobre casita, unos hijos ingratos, como casi todos, esperando la llegada de la parca en la más horrenda y devastadora soledad; y siempre me pregunto: ¿Qué hace el gobierno por ellos? Aparte de encerrarlos en un asilo miserable y lleno de carencias, no hace absolutamente nada; y los deja morir en la más recalcitrante indolencia; y son los vecinos quienes se encargan de sepultarlos. ¡Urge crear una nueva cultura para el cuidado del adulto mayor!