Monterrey.- Nacieron marcados con el hierro de la pobreza, no porque ellos lo quisieran, seguros estaban de que habían sido los designios de su oscuro Dios. Como los esclavos del medioevo que nacían, crecían y morían creyendo que el altísimo así lo había decidido y efectivamente el altísimo señor feudal compraba villas y haciendas con los sirvientes incluidos.
Don Justo y Doña Inés habían nacido en uno de los cinturones de miseria de la populosa ciudad y habían visto pasar su vida rutinaria, gris, anquilosada, injusta, cruel, cautivos para siempre en la miseria humana y la fuerza de trabajo, improductivo para los obreros y bastante productivo para las acaudaladas familias que ostentaban ser dueñas de los medios de producción en aquella urbe industrial.
Él había dejado su vitalidad y entereza en la ruidoso fábrica, ella su amor y fuerza física en los hijos que procrearon, quienes habían emigrado hacia otros horizontes en la primera oportunidad y se habían olvidado de sus viejitos para siempre.
Ya achacosos y enfermos, don Justo y Doña Inés, apenas lograban sobrevivir a los embates de la injusticia social que condena a los adultos mayores a vivir en paupérrimas condiciones, negándoles el derecho a tener una vejez digna.
El trabajador social empleado de aquella fundación filantrópica dio con el caso del par de ancianitos y lo reportó inmediatamente a su superior.
Fue el mismo creador de aquella ONG, realmente humanitaria, quien acudió a certificar el caso y la vida de Don Justo; hoy Doña Inés poco a poco, comenzó a cambiar: atención, cariño, paseos, cuidados, alimentación, vestido todo había mejorado para ellos; sin embargo, el destino les tenía deparada una terrible sorpresa: aquel fatídico jueves, 43 grados centígrados a la sombra, ellos no contaban siquiera con un abanico de aspas para mitigar tanto calor en su pobre casita, y tampoco sabían que los acechaba la muerte. Tres días después, alarmados por su ausencia en los eventos y la denuncia de los vecinos por el fétido olor, los encontraron en su tálamo hirviente, abrazaditos como novios. El terrible golpe de calor había provocado estragos en su organismo, hasta provocar su muerte. Nadie supo de su agonía, su dolor, sus últimos deseos.
¿Sabe usted cuántos ancianos en el mundo viven en esas deplorables condiciones?