Monterrey.- Nadie entra, nadie sale, a menos que sea residente o traiga consigo un salvoconducto o un acompañante. La enorme avenida permite una estrecha vigilancia y la identificación plena de quien llega, sea transeúnte o vehículo, siempre es visto desde todos los ángulos. Los espías están por todas partes. Se cuadriculó el espacio para asegurar la observancia total, como un “gran ojo” y cada cual desempeña afanosamente su rol, so pena de ser castigado o desaparecido.
Existen jerarquías y niveles perfecta y estrictamente establecidos. Su absoluta organización la envidiaría el ejército mismo. Rituales de iniciación, entrenamiento y consagración, desde robar un celular hasta asaltar un banco, son gradualmente practicados y aprendidos. La condecoración más alta se entrega quien elimine a un enemigo poderoso. No importa cómo. La distribución y venta de estupefacientes también está meticulosamente sistematizada.
Si alguien osa desobedecer las reglas establecidas le cortan un dedo o una oreja, y si alguno habla de más, pierde su lengua de un navajazo (lo vivenciamos con uno de los alumnos de la escuela, resulta tan doloroso recordarlo). Había varios tipos estigmatizados con eso, quedan como apestados y ya nadie se les acerca. O los denuncian a la policía para que se los lleve y los encierre por años, sin importar su edad o condición.
Son curiosos y significativos sus motes: “El pulgarcito”, “el mechas”, “el Hulk”, “el burro”, “el guasón”, “el firulais”, “el conejo”, “el manguera”, “el loco”, “el copetes”, “el chivo”, “el barbas”, “el culo”, “el mago”, “el oso”, “el azote”, “el chamán”, “el toro”, “el chotillo”, “el panzón”, “el dientes”, “el jefe” … Hay también damiselas: “la loba”, “la troyana”, la diva”, “la joya”, “la gorda”, “la chirigüiya”, “la garrapata”, “la reina”, “la cochi”, “la negra”, “la anaconda”, “la pitufa”, “la güera”, “la leona”, “la niña”, “la enana”, “la golosa”, “la tabla”, “la jefa”…
Todos saben todo y se solapan sus culpas y se regocijan de sus atrocidades y justifican sus fechorías y festejan sus nefastos triunfos y gozan con lo robado y matan como si se tratara de un juego; desde muy niños, fueron aprendiendo el ominoso y degradante oficio de delinquir, en todas sus agravantes, como parte de su jodida cultura. También coexisten cotidianamente con la ingesta de cerveza y el ruido de música populachera que a cualquier hora inunda las calles.
No hay pasado ni futuro para ellos, solo viven el presente, la intensidad de cada día como si fuera el último de su denigrada existencia. Está de más decir que no pidieron nacer ni vivir así. Familias pauperizadas y sitiadas en los burdamente llamados polígonos de pobreza. “Errores del sistema”, algunos así los denominan. Constituyen una rara mezcla de pobreza y poder y puedes ver las paupérrimas viviendas ornamentadas con onerosas pantallas de más de 50 pulgadas o con los aparatos electrónicos más sofisticados, entre paredes descuidadas y ruinosas.
Ellos y ellas regularmente ataviados con sendas cadenas, pulseras, anillos y aretes de oro del más alto kilataje. Hay comida y bebida chatarra por todas partes, entre otras chucherías y pendejaditas inútiles, clarísima muestra del derroche en que viven. Su condición socioemocional lo ha hecho inhumanos y desalmados. Nacen, crecen y mueren con el chip de la violencia incrustado en su cerebelo. Absolutamente todas son familias “disfuncionales”.
¿El arte, la educación, los apoyos gubernamentales, la esperanza de una vida mejor?; no existen para ellos. Sin fe, con muchísimo dinero mal gastado en lujos innecesarios, van perviviendo con la desolación en sus almas, aunque aparenten ser felices. Pobres ovejas descarriadas, dice el cura de la iglesita de la colonia, quien también disfruta de jugosas ganancias y favores sexuales a cambio de salvaguardarlos de sus costosos pecados. El reino existe, descarnado, real, al sur de la populosa ciudad de Monterrey (allí trabajé como profesor).