Son “errores del sistema”, así le llamaban a los niños limpia vidrios, lava coches, malabaristas, vendedores ambulantes, las injustamente llamadas “Marías”, limosneros, regularmente ancianos; a aquellos que mostraban sus heridas abiertas para causar lástima, los “teporochos” y drogadictos que acaban sus días tirados en plena vía pública, sin que a nadie le importe.
Hoy tropecé con uno de ellos y, al verlo allí como una bolsa de basura más, me invadió una incómoda sensación de impotencia y angustia por la nula justicia que rodea a este tipo de casos. Era muy joven y quiero recomponer su historia.
Se llamará Javier, un joven brillante que un mal día probó un “churrito” de mariguana con los chicos mayores del barrio, para demostrar su valentía. Craso error, muy pronto cayó en la garras de la drogadicción y su adicción le fue restando méritos y arrancándole todo lo que tenía, lo que más quería: primero sus posesiones materiales, su reloj, celular, computadora, el coche; luego la novia, amigos, padres, sus valores; hasta quedar en la más completa orfandad, en el más miserable de los abandonos.
Fue adentrándose poco a poco en el pavoroso abismo de las drogas, cavando su ruina física, moral, espiritual. Después de la marihuana siguió el crack, cocaína, cristal, morfina, heroína; buscando siempre una droga más fuerte que le diera intensidad a su fatal adicción; y se transformó en un monstruo capaz de matar para conseguirla.
Fue así como quedó situado en el escarnio, bajeza, ignominia, indignidad, hasta convertirse en aquel guiñapo, aquel bulto miserable con el que tropecé, afuera de una tienda de conveniencia, una calurosa tarde de julio.