Ella toda palidez y melancolía, ataviada con unas extrañas sandalias turquesa, cuyas cintas se amarraban hasta casi las rodillas, un pantalón celeste de pescador con un cintillo de lentejuela morada, una blusa ajustada adornada con chaquira multicolor, y un largo saco amarillo, vaporoso, que parecía elevarla del suelo, brazos tatuados con flores y muchas pulseras de lentejuela y otros materiales raros en las muñecas Y su impresionante rostro, boca roja de gehisa, ojos decorados en forma de azules gotas que llegaban hasta sus sienes, cabello violeta con una peineta de bisutería ensartada a media cabeza, un sinfín de pequeños objetos clavados en sus orejas, sin faltar una llamativa piedra preciosa falsa en su nariz, completaban su ajuar.
Él llevaba unas botas militares negras, un ajustadísimo pantalón de licra, también negro, una playera con una monstruosa imagen de un vampiro sangrante, una gruesa cadena plateada colgando de su cuello, pulseras de cuero con picos en ambas muñecas y su cara, por Dios, demacrada, triste, con una enorme argolla inserta en la singular nariz, boca delineada al igual que las despobladas cejas, pelo crespo rojo, en una sola franja que atravesaba todo su cráneo y terminaba hasta la espalda, con una rara cola llena de incrustaciones y metidos, en cada oreja, sendos artefactos redondos de madera que acababan da darle a aquel flacucho joven el aspecto de un extraterrestre.
Ellos plenos, realizados, felices, nada les importaba, ninguna de las filosas miradas lograba tocarlos siquiera. Eran la imagen perfecta de la aberrante sociedad actual mexicana y sus estrafalarias modas.