Monterrey.- Caminaba plácidamente por el parque. De pronto unos conos gigantes color naranja y una cinta amarilla de precaución, enredada en ellos de orilla a orilla, me impiden continuar mi camino.
¿Y ahora qué fue?, me pregunto. Miras a lo lejos la valla de madera que cubre prácticamente un tercio del parque. Otra vez los empresarios viles y abyectos haciendo de las suyas.
¿Quién les permite el uso y el abuso de un parque público para instalar sus emprendimientos privados? ¿Quién cree usted? Sí, le atinó, no es difícil adivinarlo.
Ya enturbiado el carácter, decido regresarme, según yo, por una vereda y cruzo un montecito de ajado zacate cuando escucho un persistente silbido. Como no había nadie más, supuse que iba dirigido a mí y no me equivoqué.
Era un guardia, relativamente joven, quien me grita a lo lejos que no puedo pasar por allí. Me hago el desentendido y avanzo unos pasos. Más desesperado, que encolerizado, el uniformado, entre chistidos, onomatopeyas, insiste: ¡Eh! ¡Eit! ¡Oiga! ¡Señor! ¿Que no entiende que no puede pasar por allí?
Orondo me acerco hasta donde está el sujeto que ya venía hacia mí y le restrego en la cara mi argumento. ¿Dónde dice que no puedo pasar? Allá sí, porque está la cinta amarilla, pero aquí no dice nada…
Es que si se va por allí, más adelante hay unas máquinas con las que están desmontando los puestos y se le pueden caer encima, o se puede tropezar con algún fierro, no queremos tener ningún accidente en el parque. Te ríes de la pobreza de su respuesta y continúas, con tu soliloquio, lanzándole flechazos desde tu persuasivo entendimiento.
¿Sí sabes que es un parque público y por lo tanto es nuestro, estás consciente de ello? A ti no te toca, pero lo que deberían hacer es prohibir este tipo de eventos que tanto lo dañan, como si no costara un “ojo de la cara” estarlo reparando, cada vez que los pnches empresarios hacen sus espectáculos millonarios y los millones son para ellos obviamente. ¿Tienes idea de cuánta lana, sacan en estos eventos, has pensado en eso alguna vez? Pero ese no es el problema, el problema es la gente enajenada que insiste en venir y participar en ellos, engordándoles el bolsillo a los millonetas.
El robusto guardia se me quedaba viendo con “ojos de plato” y dice: “yo no sé nada, oiga, yo soy un simple guardia y tengo que obedecer las reglas y hacer lo que me dicen, porque de por sí gano muy poquito y no quiero perder mi trabajo.
Certero y fatal argumento que asestó un golpe mortal a todas mis intenciones y palabrería. Quise iniciar un nuevo soliloquio exponiéndole al chavo temas como la necesidad de educarse, el capital humano que cada uno posee para desarrollarse, la facilidad para estudiar, la plusvalía, la enajenación de bienes ilícitos, la explotación del hombre por el hombre; pero me guardé, ya sosegado, mi pomposo y sabihondo discurso y encaminé mis pasos hacia el camino de asfalto por el que había venido.
Finalmente, como el alienado guardia, uno acaba igual, obedeciendo rígidas e impositivas reglas dictaminadas por un reyezuelo poderoso, muy pndejo, pero poderoso.