Monterrey.- Invoco a todos los dioses. A los piadosos, a los impíos, a los afables a los feroces; para que, con el peso de tu infamia, tú mismo te destroces.
Invocaré también a los demonios, no son tan malos como dicen, ¿sabes?; algunos, con su ira y su soberbia, te rescatan de la miseria humana, de la desquiciante y horrenda depresión, te alejan del oprobio. Les pediré que te hundan y te ahoguen en cenagoso lodo.
Invocaré a las brujas, a las perversas, las malas, las pirujas. A las que fingen inocencia y te devoran. A las infames que todo lo destruyen, que las almas estrujan, para que con su hechizo, en lúbrico aquelarre, hagan que te penetren mil filosas agujas.
Invocaré a los faunos, a las ninfas del mal, a los oscuros duendes, esos que habitan en las pesadillas de los infantes, para que, con sus uñas y sus garfios, en un sádico goce perenne, te saquen las entrañas o te llenen de ansiedad a cada instante.
Invocaré al destino, dicen que está marcado, aunque en realidad nadie sepa su sino, porque cada quien labra su futuro con fervoroso amor o con odio intestino; sin embargo, deseo que sea negro y oscuro tu camino por ser tan desalmado y porque estás maldito, lo tienes merecido.
Invocaré a la conciencia, esa que muchos como tú no tienen, ni dignidad, ni moral, ni ética; que se rigen solo por su instinto animal. Carroñeros que, por su miserable condición existencial van devorando con saña inaudita a los demás. Deseo ferviente que seas carroña para tu conciencia y te carcomas hasta extinguir tu miserable vida y tu ponzoña.
Invocaré a la muerte, a la violenta y su filosa guadaña, para que con arsénico, soga, cuchillo, cicuta, atropello, balazo, infarto, caída, incendio, difumine tu cuerpo de esta tierra, te arrastre a su aposento y no amanezcas mañana.