Monterrey.- Barrio pobre, casa pequeña, talento a flor de piel. La madre batalló para comprárselo. Su amado violín. Y todas las tardes inundaba con música las tristes callejuelas de aquel arrabal. Armoniosas, sublimes, desbordantes, las notas subían y bajaban con la magistral interpretación de aquella muchacha de ojos grises que se inundaban de emoción cuando tocaba con fruición aquel maravilloso instrumento. Pero nadie la escuchaba, los vecinos ruidosos aumentaban el volumen de su música populachera y los borrachos ponían sus canciones dolientes y vulgares, signadas por el despecho y la traición. Las ignorantes mujeres se quejaban amargamente esgrimiendo un venenoso comentario. “Ya está otra vez esa loca con su pinche violín”, mientras que las portentosas notas musicales se colaban por las grietas de los tejabanes, rebotaban en los baches de las callejas, llegaban hasta los más sórdidos rincones de aquella colonia populachera invadiéndolos con sonidos armoniosos que sólo los pájaros, su madre y el viejo maestro de música, embelesado por su talentosa aprendiz, sabían escuchar, gozando de su maravilloso arte cuyos acordes hacían eco en el universo entero.