PEREZ17102022

MICROCUENTOS PARA PENSAR
La joyera
Tomás Corona

Monterrey.- Expandía sus negros manteles cargados de tesoros sobre las improvisadas mesas de plástico en aquel mercadito de barriada. Toda la gente, como moscas al pastel, acudía presurosa a ver las novedades que traía en su preciado cofre de fantasías doradas y plateadas.

Era increíble ver los hermosos diseños de las joyas que impactaban y deslumbraban los ojos de los ávidos compradores: anillos, pulseras, aretes, fistoles, arracadas, rosarios, collares, dijes, brazaletes, medallas, todo deslumbrante y bello y siempre a un magnífico precio. Era tan barato que nadie se explicaba por qué, pues el costo del joyel más preciado apenas llegaba a los trescientos pesos.

Como la mayoría de los clientes que las compraban eran de clase media baja, todos le debían, pues le pagaban en abonos, pero eso no le importaba, pues aun considerando esa desventaja económica obtenía jugosas ganancias. A veces, si la compra superaba los mil pesos, regalaba al comprador la alhaja que eligiera.

La gente era feliz en aquella “tierra de jauja”, hasta que un día aconteció lo inevitable, algo extraño que aún hoy la gente no ha podido explicarse. Una mañana de domingo que los clientes la esperaban, ávidos como siempre, como si el lujo fuera una necesidad y el colgarse o ponerse en el cuerpo pendejada y media de aditamentos onerosos te hiciera más completo y feliz.

La joyera nunca llegó al lugar de la vendimia y se formularon en torno a ella varios mitos urbanos: que si la secuestraron, que la vieron huir con un montón de maletas cargadas de joyería, que era esposa de un narcotraficante, que secuestraba gente y la vendía y le pagaban con costalitos con oro que su marido convertía en objetos preciosos, que las joyas que vendía eran robadas, que traficaba con órganos de niños, que había sido heredera de una gran fortuna pero desdeñó la vida de ricachona… En fin, la verdad es que nunca volvió y lo peor del caso es que mi mujer le quedó a deber ¡mil quinientos pesos!