Monterrey.- Entre los subterfugios de la vida en Sodoma, Edith no esperó nunca certificar aquel viejo adagio que suscribe: “la curiosidad mató al gato”. Aunque aquellos ángeles celestes la habían avisado a tiempo para que se alejara de ese lugar inmundo y lleno de pecado, (según dicen), al fin mujer, humana, imperfecta, solo Dios sabrá si gozadora de aquellos inconmensurables placeres prohibidos, (nadie la vio, nadie estaba allí) no pudo reprimir su fatal condición y como un acto reflejo de su sistema parasimpático, volteó hacia atrás, picada por el deseo y, ante el asombro de su familia, quedó trastocada en una estatua de sal que se fue deshaciendo lentamente con el paso del tiempo, llevándose con ella todos sus secretos. Tú me la recuerdas, tú eres mi mujer de sal, pero no la del cuentecillo bíblico, ni Dios lo quiera, si no por el hecho de que te me pierdes, disipas, chorreas, despareces, fluyes, como sal entre mis dedos, cada vez que te busco…