Por ejemplo, aquellas sillas, en aquella secundaria “popof”, en la cual trabajaste, que, como todas las escuelas, refleja en miniatura una sociedad enajenada con todo lo que ello implica: jerarquías, castas, modas, arquetipos, injusticias, rumores, abusos, concesiones, opresión, verticalidad, corrupción, enemistades, hipocresía, envidia, falsedad y cotos de poder que, sin quererlo, devela el currículum oculto cuando lo desenredas, lo desentrañas y muestra claramente la alienación que cohabita en todos los centros escolares.
Aquellas sillas son una clara muestra de ello. ¿Cómo se dio? Nadie lo sabe, de pronto quedaron establecidas marcando un territorio preciso y poseído, como la marca que deja la orina de los lobos. La escuela, en la cual te sentiste incómodo desde que llegaste, era de esas “nice” o “cool”, o como gusten llamarle; se movía en automático, es decir, todo funcionaba con base en viejos rituales, vicios, usos y costumbres, flemáticamente determinados, instituidos. La verticalidad reinante era la prueba más fehaciente de ello.
La silla azul acojinada, la más poderosa, era la de la maestra decana y estaba situada frente a la cabecera de la larga mesa de roble, en la sala de maestros. También había una silla dorada que competía jerárquicamente con la silla azul; adivinaron, era la de la secretaria general, flamante portavoz del sindicato. Luego una silla verde, de la maestra más experimentada; una roja, obvio, de la maestra más conflictiva, que siempre renegaba por todo; y una silla blanca, en la que se ponía a prueba a los maestros noveles que intentaban integrarse en aquel poderoso consorcio.
Había otras sillas: una negra, de la maestra viuda y perpetuamente enlutada (llevaba tres maridos, la pobre); una amarilla, otra vez obvio, la de aquella maestra que parece que va siempre a un desfile de modas, por sus estrafalarios atuendos; una gris, de la maestra que vestía siempre formal; una muy colorida, del maestro gay aceptado en el grupo después de pasar muchas pruebas y un sinfín de peripecias; una celeste, para la maestra por horas consentida; y no podía faltar el sillón de la maestra más obesa y regañona de todas.
Así pervivían cotidianamente y pobre del que osara acercarse o tocar y mucho menos tomar una de aquellas sillas marcadas por el egocentrismo de sus dueñas. De inmediato una voz cantante señalaba que eran intocables, con la típica frase: “Disculpe compañero, hay niveles…” Todas mujeres, todas poderosas, empoderadas en sus sillas en aquel nicho ecológico que habían creado para su propio bienestar y permanecer resguardadas incluso de malos augurios, o al menos eso creían, sin darse cuenta que eran solo un triste reflejo de una sociedad cada vez más corrupta, injusta y maloliente.