Monterrey.- Triste destino el de las hijas o hijos de una concubina, segundo frente o capillita, como le dicen acá en México, porque a la esposa le corresponde ser la flamante catedral, por supuesto, aunque ya no cumpla con todos sus deberes maritales. Son tantos los concubinatos que me atrevo a afirmar que los resultados de los censos poblacionales están sesgados, puesto que un solo varón puede tener todas las mujeres que quiera (y pueda mantener) y familias medianamente decorosas, sin que algunas de ellas sepan que existen la otras, aunque hay tipos tan poliamorosos que son queridos (más por su lana) por varias mujeres y todas lo saben.
Ligia Elena, toda belleza, candor, porte, riqueza y cultura, era la hija primogénita del segundo frente de un hombre rico, culto y famoso, quien no pudo sustraerse a los placeres de la carne y engendró dos retoños con una mujer, también de alcurnia, pero que nunca estaría en el lugar de la sagrada esposa de aquel sujeto, exceptuando la cama. Ella y sus hijos, aunque educados refinadamente, serían siempre “plato de segunda mesa” y jamás gozarían de los privilegios de los vástagos legalmente reconocidos, aclarando que las concubinas modernas sí tienen todos los derechos naturales y legales, claro, si el tipo acepta, incluso llegan a tener el apellido ilustre de su padre.
Muchas veces, sobre todo en los estratos socioeconómicos más pauperizados, es bastante común que la paternidad responsable se torne en una dañina irresponsable provocando la abundancia de madres solteras con hijos bastardos que comúnmente acaban en las garras de la delincuencia, prole de tipejos, que aún sin apoyarlas en nada, siguen siendo como sus “esclavas sexuales”, muchas de ellas abortan, venden o regalan a sus hijos sin la menor culpa y sin cargo de conciencia, por conservar a su macho. Oscilando entre la ignorancia y la conciencia crítica, entre el perfumado y posmoderno feminismo y el torvo e infranqueable machismo, la moraleja aquí es… ¿Por qué las mujeres lo permiten…?