Monterrey.- Caminando por calles solitarias, extrañas, desconocidas, uno de mis pasatiempos favoritos, me encontré de pronto con esta escena, bajo un largo paso a desnivel, cercano a un hospital, habitaban allí un montón de viejos menesterosos y descuidados en quienes la costra de mugre había resguardado el color de su piel y los harapos habían acabado con su otrora vestimenta de “gente decente”.
Estoy seguro que eso no les importaba, habían encontrado en aquel pauperizado rincón, su espacio privado, a grandes amigos con quienes convivir, tenían todo el tiempo para disfrutar de la vida sin presiones de ningún tipo, el anhelo de todos los millonarios que se la pasan haciendo cuentas de sus tesoros y haberes, quizá aquellos indigentes también compartían sus penas, pero las caras de alegría que manifestaron en aquel momento eran un cúmulo de emoción.
La camioneta roja se estacionó arribita de la banqueta y temí lo peor, un asalto, una agresión, uno nunca sabe… No, se bajó un señor bastante robusto y muy sonriente, cargando varias cajas en sus brazos. La curiosidad me hizo acercarme un poco para corroborar que era y de pronto unos tenis azules emergieron haciendo brillar los ojos de aquellos pordioseros…
- Pruébeselos… (Le dijo al que estaba más cerca), y si no le quedan me los regresa para que se los sigan midiendo los demás…
No le quedaron, y se los pasó a su compañero y a otro y a otro, hasta que llegaron a uno que le calzaron a la medida,
cenicienta y la zapatilla dorada se quedaron cortos ante aquella imagen de cuento. Luego fueron unos tenis rojos, amarillos,
blancos con vivos dorados, verdes, grises y uno a uno fueron llenando de júbilo aquellos pies descalzos, desarraigados, sucios,
descuidados…
De pronto, todos los señores, como ronda griega o rusa, comenzaron a bailar con sus resplandecientes zapatillas que parecían elevarlos en el aire por tanto regocijo, con tanta energía desbordada… No hacía falta música, era más que suficiente el acelerado latido de sus rítmicos y alegres corazones, algunos, agradecidos hasta las lágrimas, abrazaban a sus benefactores, el joven robusto y un viejo feliz, igual que ellos, quien ya se había bajado de la camioneta para ayudar en la distribución de los tenis. Quien sabe que hilo mágico e invisible los unía, pero creo que debería haber más, muchos más mecenas así…