PEREZ17102022

MICROCUENTOS PARA PENSAR
Mi colegio
Tomás Corona

Monterrey.- Mi colegio gana siempre los concursos de rondas infantiles y de toda índole, les voy a decir por qué. Está enclavado en una loma, en una de las zonas más exclusivas del sur de Monterrey. Yo soy empresario y no sé “ni madres” de educación, pero un compadre que trabaja en la Secretaría me explicó que era un muy buen negocio, bastante redituable, y lo es. Lo que hice fue invertir una lana en la restauración y remodelación de una antigua casona que me heredó el abuelo y mi flamante colegio quedó listo.

Mi compadre, no digo su nombre para no comprometerlo, me sugirió que pusiera a una monja y su séquito como directivo y personal docente, respectivamente, que eran las mujeres más nobles, pero también las más “gachas” con los alumnos educándolos entre los pecados y las buenas obras, los premios y castigos, entre el perdón y las penitencias, entre diosito y Satanás. Que eso les agradaba mucho a los padres “fifís” y, efectivamente, era cierto. Con muy poca inversión, muy pronto tuve una cofradía de “madrecitas” bien equipadas con su látigo y su piedad.

Batallé un poco con el RVOE (Reconocimiento de Validez Oficial de Estudios) pero gracias a los contactos de mi compadre y a las artimañas de Sor Martina (quien sabe que les daría a los funcionarios responsables de otorgarlo además de la consabida “mordida”. Debió haber estado muy sabroso el “moche”, pues la monjita estaba buenísima); el colegio abrió sus puertas a la selectiva y exigente comunidad de aquella colonia ricachona y no dudé en ponerle el nombre de mi abuelo: “Federico Cardineli, College”, un inmigrante italiano que se hizo rico quién sabe por cuales artilugios.

Al principio no fue sencillo encontrarle el caminito al asunto, luego todo fue “miel sobre hojuelas” doradas, por supuesto. Fue cuestión de meterle una que otra “pendejada” innovadora, mobiliario de vanguardia, equipo electrónico de última generación, una férrea disciplina, el inglés y francés, por supuesto, lo pedagógico-didáctico no tanto, había que ponderar lo vistoso, lo bonito, lo novedoso y todos contentos, los padres, las monjitas, algunos profesores ambiciosos que contraté y sobre todo yo, con los bolsillos llenos de dólares. ¡Ah!, porque cobraba las cuotas y todo lo demás en puros billetes verdes.

Todo es cuestión de invertir “money” en algo productivo que estamos seguros que va a funcionar. Por eso siempre gano en las rondas y en todos los concursos. No dudo en invertir en el vestuario, escenografía, efectos, de hecho, los padres pagan la mayor parte y lo hacen con mucho gusto con tal de ver ganar a sus “monstruitos”. Estoy pensando seriamente en abrir otra escuelita con el nombre de mi abuela, aunque no me agrada mucho, se llamaba “Gumara Turrubiates”. Pero hay que respetar la tradición familiar, ya saben.

Moraleja: Esto pasa realmente en “neolandia”, con muy, muy pocos regiomontanos que son dueños de escuelas particulares, todos los demás somos el resto, la cloaca, el suburbio, el arrabal, el barrio.