Monterrey.- Aborrecibles esos pequeños ruidos que aturden, perturban y atosigan, como el persistente caer de una gota de agua en las baldosas, el leve chirriar de una añejada puerta por la madrugada, la masticación de la ingesta de alimentos con las fauces abiertas, el estridente choque palatal al degustar un elíxir, el sorbo de un caldillo hirviente con los labios fruncidos, el roce del platinado tenedor con el plato de vidrio, la colisión de la metálica cuchara con los afilados colmillos, el quejumbroso berrido de un infante berrinchudo, el castañetear de los dientes de la abuela con el frío, la degustación expuesta de un chicle, el golpeteo de un lápiz en el mesabanco, el incesante sonido del vaivén de la lavadora, el abrir y cerrar de una ventana con el viento, el leve toquido en una puerta hueca, el eco de la música a lo lejos, la chillante y desquiciada voz de la vecina, el susurro del rosario en unos labios pecadores, el ulular de una sirena en la distancia, el zumbido de un mosquito en el oído interno, el tan-tan de la campana de la iglesia, la horrísona alarma del despertador, el chasquido de un látigo en el aire, el resquebrajamiento de una frágil nuez, el agudo recortar de papel con las tijeras, los extraños balbuceos guturales de los otros, y todos las demás detestables ruidillos que los misofónicos “a duras penas” soportan (soportamos).