Monterrey.- Ella estaba tirada en el piso, medio dormida, medio drogada, delatada por la rojez de sus ojos, apenas se movía lento, como animal herido, ante la indiferencia de los transeúntes. Era una mujer envejecida prematuramente, otrora hermosa, ahora vejada por la miseria de su cuerpo y de su alma. Sucia, maloliente, dejaba entrever como la mala suerte o la mala entraña de quienes la rodeaban habían minado su vida hasta la más baja degradación a que se puede someter a un ser humano. Al parecer a nadie le interesaba ya su vida o su muerte.
Él se acercó sigiloso. Sus andrajos, un mecate que apenas sostenía el raído pantalón, prácticamente la mitad de algo que una vez fue camisa, unos pies lastimosamente descalzos y una barba blanca, larga y sucia, denotaban que, igual que ella, eran modelos de desecho de este inicuo y perverso sistema social que padecemos. Le tocó la espalda y le dijo casi susurrando…
- ¿“Tás” dormida…?
De una bolsa aceitosa sacó dos sendas tortas y le ofreció una a su amiga quien sonrió agradecida. Sentados en el filo de la banqueta degustaban aquel manjar, departiendo y sonriendo felices, como si estuvieran en un restaurante parisino o londinense… La alegría, la solidaridad y el amor no tienen hora ni estancia. Pero a mí. Ese cuadro cruel, esa estampa de miseria, ese bodegón de dolor me hizo llorar…